martes, 18 de agosto de 2009

A hurtadillas

LA REVOLUTA – EPISODIO 50 (FINAL)

Desanduvo los pasos que le quedaban hasta el Fiat y se presentó al mecánico como su propietario. El secretario de El Senador, el ideólogo de la salida negociada devolviendo la energía al pueblo, allanó la resistencia inicial del hombre a entregar el coche a un desconocido. El auto tenía barro y suero resecos en la trompa y el parabrisas rajado. Se dio cuenta de que no olía a podrido. El mecánico lo corrigió: recién lo sabría cuando hubiera humedad. El agua o lo que sea siempre sacan la mierda a la luz.

Prasky guardó sus cosas y encendió el motor: fino y silencioso otra vez. Por los altoparlantes la voz de El Senador prometía agua y pavimento y señalizar el camino al pueblo. También un dispensario y una nueva escuela con cuatro grados y una segunda maestra. Una comisión vecinal sería el paso inmediato anterior a la nominación de un jefe de comuna. Los responsables de la semillera, remarcó, habían donado dinero para becar estudiantes y peones en el manejo de sojas de última generación que iban a ser presentadas para la prensa de todo el país en pocos días más. Los aplausos acompañaban cada afirmación terminante del político, que parecía montado a una cinta sinfín y seguía prometiendo seguridad social, jubilaciones, subsidios y cuanto sea necesario, pueblo querido, para devolver a la vida a la maravillosa Estación Alicia.

... y no quiero dejar de mencionar a El Chancho Rengo, ese héroe aliciano, que se fue pero siempre estuvo aquí. Gente como él es la importante: gente que se va, como haremos nosotros, pero que nunca dejará de estar presente. Ustedes estarán siempre para nosotros así la distancia ponga tiempo entre nosotros, pueblo querido. Como Florencio Tagliaferri, como aquel bien recordado que fue El Chancho Rengo, permaneceremos con nuestros corazones, con nuestras mentes, con nuestro espíritu y mirada, permanentemente atados a esta preciosa y necesitada Estación Alicia...

La gente estalló en nuevos aplausos porque sí, porque les sorprendía escuchar el nombre del pueblo pronunciado en voz alta y con convicción. El Senador saludó moviendo los brazos e implantándose otra vez la elástica sonrisa de mármol. Prasky hizo una mueca entre fastidiada y resignada y decidió que ya era suficiente, que nada quedaba por hacer allí y que era tiempo de partir. Quiso pensar en el regreso a Buenos Aires, en la extraña locura vivida durante la semana en el caserío, en Ana y en Lopes, en los años ajados de Doña Margarita, en la peligrosidad fronteriza de Porchetito y la real de El Senador.

Pero no pudo concentrarse demasiado. En un golpe de ojos observó el montaje final: los operarios de la compañía eléctrica provincial impecablemente vestidos con overoles anaranjados y casos amarillos, pendían con arneses de la parte superior de los postes de luz. En algún momento de la noche o la mañana habían cableado a buen ritmo toda la placita, el corazón del pueblo. Vio algunos globos en manos de los niños y demasiadas camisetas de propaganda política. Arriba, dos metros por encima de la gente, la multitud de burócratas copiaba la sonrisa plástica de El Senador. Abajo, la gente fungía de invitado, excitada y expectante, lobotomizada por la atención excesiva.

Prasky consideró que ya el motor había tenido suficiente tiempo para moderar. Puso primera y aceleró. Avanzó lentamente, cruzando una dos, tres casitas, siempre mirando a su alrededor, despidiéndose de ese episodio único. Un último tramo y podría acelerar para salir al camino y volver a la vida. Estación Alicia había terminado.

Cambió a segunda sin apurar la carrera. No quería romper el clímax del pueblo, dejaba asentarse en el fondo de la memoria esos días revueltos, acumularse a otras capas de pasado, confundirse en la maraña de otros recuerdos para convertirse en historia y, finalmente, perderlos.

Levantó la vista y vio la casilla de electricidad, en desuso por tantos años. Estaba pintada a nuevo, con alambrado y una madeja de cables conectada a la red incipiente. Alguien había cortado el pasto. Un cartel la coronaba:

EMPRESA PROVINCIAL DE AGUA Y ENERGIA. PRIMER TRAMO PROYECTO RECUPERACION ENERGETICA ESTACION HALISIA Y ALEDAÑOS.”

Aceleró. La salida recta, el mismo camino que lo había llevado hasta el pueblo en un solo tropiezo, se presentó todo uno ante sí. La casilla de luz se convirtió velozmente en un pequeño punto en el espejo retrovisor.

Apretó el acelerador una vez más. Antes de subir la ventanilla creyó escuchar la primera estrofa del himno nacional. Jamás distinguió la gorda figura del hijo de Saldaña entrando a hurtadillas en la casilla con ese alicate enorme.

FIN

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miércoles, 5 de agosto de 2009

Una larga preparación para nada

LA REVOLUTA – EPISODIO 49

Prasky retornó a la casa de Lopes a terminar la charla y despedirse. En el camino cruzó a Doña Margarita, que salía de la panadería. Se saludaron a la distancia, moviendo las manos. A unos metros de la casa de Lopes, en sentido contrario a La Estrella, descubrió la F-82 de Giusti, estacionada bajo unos árboles. Apoyados en ella, el bigotón y otros peones del estanciero. Llevaban sus clásicos anteojos oscuros aunque habían cambiado los vaqueros por trajes oscuros de un siglo cuando eran más delgados. Giusti no estaba con ellos; Prasky asumió que se encontraría aprovechando la profusión de funcionarios para acelerar negocios.

Entró a la casa de Lopes echando una última mirada a la plaza. Los funcionarios comenzaban a subir al palco y los periodistas tomaban posiciones detrás de las cámaras. Algunos transmitían en vivo. La gente se agolpó frente al estrado a esperar los anuncios. Mejor, el anuncio: la luz.

Aunque lo vieron entrar, Ana y Lopes siguieron conversando como si sólo hubiera pasado una ráfaga de aire tibio. Prasky fue al cuarto y ordenó sus ropas. Se cambió el pantalón por uno que Doña Margarita le había planchado cuando ocupó la habitación en la hostería. También se puso camisa y calzoncillos limpios; hubiera querido tener las botas menos estropeadas. Vestido y con el equipaje en mano, regresó a la cocina.

Bien...

Lopes se quitó los anteojos. El gato saltó de su falda para restregarse en la pierna del porteño como si previera la partida. Ana bajó la vista y dio media vuelta para buscar la pava en la cocinita.

Se nos va...

El deber llama, Lopes.

El viejo entendía.

No se pierda, Prasky. No le pido que nos visite porque eso es imposible, o no tanto, pero quizá se encuentre con otro lío si viene.

Prometo escribirle y mandarle algunos libros.

Serán bien recibidos.

El viejo tendió la mano lentamente y Prasky la tomó con suavidad. Salió al patio, en dirección a la piecita que servía de depósito de libros, y el gato se escabulló tras él como una sombra. El periodista puso su bolso y el saco en una silla. Ana le daba la espalda, controlando el fuego sobre la hornalla.

Y vos... ¿qué vas a hacer?

¿Con? —la pava empezó a silbar y la chica cortó el gas.

Con vos. ¿Te vas, te quedás?...

El tono de Prasky era interesado. La maestra giró y se apoyó en la mesada.

No tengo dónde, ya sabés —sonrió.

Si querés...

Shhh... ¿Buenos Aires? —intuyó ella sin esfuerzo—. No, gracias. No tengo nada qué hacer allá.

Prasky estuvo a punto de insistir pero ella volvió lo disuadió negando con la cabeza. El porteño buscó la próxima idea mirándose las manos, tomándose la nariz y volviendo hacia Ana, que se le adelantó.

Ya veremos qué me depara el futuro, che. Acá hay funcionarios, seguro que ponen una escuela... —quitó la pavita de la cocina y cebó— En fin, quién sabe...

Vas a tener que ponerte a estudiar —dijo él, y Ana volvió la cabeza al patio. Tragó.

Es evidente que vos y yo empezábamos y terminábamos con la revoluta, ¿no?

Prasky achicó los ojos: no comprendió muy bien.

Una larga preparación para nada, un final trunco, rápido y sin sangre.

Se rieron a carcajadas, liberando la tensión innecesaria e imanejable. Luego dejaron que el silencio caiga de a poco y lo cortaron cada tanto con los estertores de las risas, restos del recuerdo de la gracia.

Cuidate —dijo ella.

Lo mismo.

Se abrazaron con suavidad.

Cuando quieras... —insistió Prasky.

Lo sé. No te hagas ilusiones.

Él retrocedió poco a poco. Con cada paso, sus manos se fueron deslizando desde los antebrazos a las manos y finalmente a los dedos de la maestra.

Tratá de dormir.

Ana dibujó una sonrisa tierna y lo dejó ir.

Prasky salió a la calle en el mismo instante en que El Senador hablaba del retorno de la luz al pueblo, otra de sus metáforas barrocas. Entonces recordó la proclama revolucionaria escrita por la maestra y descubrió varias similitudes de estilo. Al final, se río, la revolución y el Estado se dan la mano.

Cruzó a la plaza y se detuvo ya en el centro para estudiar el cuadro del palco. Reconoció al comisario en la primera fila tras la impecable impostura del Senador. Vestía el uniforme de gala, que le ajustaba por todos los costados, y mojaba continuamente los labios con la punta de la lengua. Giusti ocupaba una silla en la hilera final y aun así sobresalía por su afinada estatura. El resto del escenario estaba ocupado por desconocidos en terno, gente seguramente venida pra comer de la mano de El Senador o capitalizar alguna miserable dádiva.

Más allá, bajo el dintel del barcito, divisó a Doña Margarita, el verdulero Raimundi y Osvaldito, el gangoso ex Comandante Lenin. Seguían el discurso concentrados. Pensó en cruzar la otra calle, despedirse de la señora y preguntarle por sus investigaciones a Raimundi. El viejo se merecía alguna atención. Si no fuera por él y sus amigos radioperadores, nadie habría tenido noticia de los alienígenas que llamaban a encender la pampa con una revolución marxista.

No vio a Braulio ni a la mayoría de los peones. Debían estar confundido entre la multitud, que se congregaba en un número jamás visto en el caserío de Estación Alicia. Recordó a Carlitos horneando pan. Debía ser más que nunca dada la invasión de gente y finalmente dio, al fondo, por la esquina que tomó Dugoni con su John Deere, con un grupo grueso de compañeros de Braulio, preparando un asado con incontables chorizos, achuras y tres costillares de vaca más un par de lechones de los campos de Giusti.

Y entonces vio al líder del Ejército Rojo. Semioculto tras el palco, custodiado por guardias de infantería y con grilletes en tobillos y muñecas, el Comandante Porchetito Marx aguardaba la orden de El Senador para subir al palco. La exhibición debía provocar más temor que la bicha y ahogar toda pretensión de sublevación o mínimo reclamo en ese pueblo olvidado por el mundo.

Prasky sintió una profunda compasión por el panadero, como nunca antes. Apareado a esos soldados urbanos, Porchetito parecía aun más pequeño y raquítico. Recordó las palabras de Ana: una larga preparación para nada, un final trunco, rápido y sin sangre. Creyó sentir que el Comandante Marx lo miraba pero cuando fijó la vista, Porchetito tenía los ojos hundidos en la tierra.

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viernes, 31 de julio de 2009

Tienes que conducir con más cuidado

LA REVOLUTA – EPISODIO 48

Al mediodía del miércoles, mientras el sol hincaba cuchillas en la tierra, Prasky abría los ojos en casa de Lopes. Había dormido ocho o diez horas y, por primera vez en casi una semana, se sentía descansado. Ya no había revolución, ni panadero estrambótico, ni discursos con guiones de Radiolandia 2000. Se desperezó un largo rato antes de vestirse y pasar a la cocina, donde el bibliotecario y Ana tomaban mate con flautitas. Se sentó en la cabecera de la mesa, como si fuera el dueño de casa. Ana presintió el momento, yo les dije.

—Qué noche...

Ana no respondió; Lopes sonrió.

—Por suerte, se acabó todo... —insistió.

Nadie dijo nada.

—...sino, no sé qué sería de esto hoy, ¿no?

—¿Vos esperás que alguien te responda?

Ana cortó el desvarío de Prasky con evidente molestia. No más revolución, Porchetito ni discursos, pensó el periodista, pero aun queda Ana.

—No, sólo vos —reaccionó Prasky—, y acabás de hacerlo. Decime un poco, ¿por qué te metiste al final? Estabas...

—Prasky... —Lopes cerró su libro, que seguía siendo Yourcenar, y cruzó las manos sobre él—: hay preguntas que no se hacen.

—Lopes, pasa que no entiendo...

Ana lo interrumpió:

—Te lo resumo fácil: tenía que hacerlo. Me dio lástima, me sentí mal por Porchetito. Eso. Punto.

—¿Y por eso te ibas a condenar vos? —se sobresaltó Prasky— Sigo sin...

—...Sí, seguís sin entender... No lo vas a entender nunca. Hacé lo que te dice Lopes: no preguntes lo que no debés.

—Puta madre, ¿qué es lo que no entiendo?

—Que acá ya estábamos condenados de antemano, muchacho —Lopes se entrometió bruscamente aunque con una sonrisa amigable y buen tono—. Eso. Mire, ahora está excitado por todo esto, pero cuando se calme un poco lo va a ver claro. Es más, no dudo que quizá ya lo haya pensado. Olvídese, piense para adelante... Y hablando de eso, ¿ya vio afuera?

—No. ¿Qué hay?

—Ah, la revolución...

—¡¿Cómo?!

—No se asuste, que Porchetto está guardado. Es otra: vinieron de todos lados. Está la compañía eléctrica poniendo los cables para la luz, no sé cuántos burócratas repartiendo bolsones con comida y ropa, y medios, un montón de medios...

—¡¿Medios?!

Prasky saltó dela silla y corrió a la entrada de la casa de Lopes. La resolana le astilló los ojos obligándolo a usar la palma de la mano como protección. Cuando acostumbró la vista, caminó despacio por la vereda, un paso a la vez, como si no pudiera creer dónde estaba ni cuanto veía. La panadería funcionaba con Carlitos al frente, que entregaba tanto flautas y bollos a las señoras y a los policías y funcionarios llegados de la ciudad como sonrisas a quien le saludara. Los dos peones que Porchetto había encomendado como ayudantes en la emergencia seguían allí, ahora asistiendo al ex Comandante Trotsky, que se había levantado más temprano que de costumbre con la simple misión de cambiar el pasado. (Su método fue un brochazo con alquitrán que halló en los fondos de la panadería: ahora en el cartel de La Espiga Roja sólo se leía La Espiga.)

El pueblo estaba revuelto, sí, pero sin Porchetito al frente de tanta movilización. La plaza había sido ocupada por camiones de exteriores, gazebos, trípodes de TV y carpas. El motor de un grupo electrógeno zumbaba a distancia de un set falso de noticiero. No muy lejos, varios periodistas conversaban, fumaban y revolvían sus cafés. Al frente, estacionado junto al bar de Doña Magarita, un trailer del Ministerio de Desarrollo Social repartía colchones, ropa, calzado y bolsas de comida a una fila de vecinos extensa, con más gente que cuanta habitaba en el pueblo. Habían montado un palco sobre la calle lateral de la plaza, la que llevaba directo a la panadería. De refulgente toldo azul, lo dominaba un micrófono de pie y estaba secundado por tres hileras de sillas de chapa.

Prasky divisó al comisario cuando ya había andado unos pasos por la placita esquivando cables y desconocidos. El policía hablaba con pasión para las radios y las televisoras. Parecía estar recién bañado, pero no dejaba sus vicios posturales —pantalones al alza, mano-lengua peinadora. Miró las leyendas de los micrófonos y luego los ploteos de los camiones de exteriores: medios provinciales. Los de Buenos Aires no habían llegado pero no tardarían en hacerlo, calculó Prasky.

Unos metros más lejos del comisario, rodeado de muchachos y chicas bien vestidos, El Senador dialogaba con vecinos. Cerca de él y más cerca del palco, grupos de burócratas trajeados se apiñaban riendo y hablando alto. Eran subordinados de El Senador, subdirectores y subsecretarios de ministerio. Cinco adolescentes preciosas sobrevolaban el grupo envueltas en remeras blancas pegadas al cuerpo con la inscripción “Por un período más de trabajo, trabajo y trabajo”. Las niñas repartían volantes y calcomanías con el rostro de El Senador entre los alumnos de Ana y los vecinos viejos sentados frente al palco.

Ya en el centro de la plaza, Prasky se plantó y giró en redondo, tomando una panorámica del montaje que había sucedido a la revolución, del vocinglerío que había roto, quizá para siempre, la armonía de Estación Alicia. Aun concentrado, no le costó identificar la voz de McManaman cuando sonó a sus espaldas.

—¿Comandente? ¿O debo decir... observador internacional?

El gringo, impecablemente vestido, contrastaba con la vestimenta arrugada de Prasky. Llevaba su Perramus en el brazo y, chispeante y jovial, parecía estar despierto desde hacía varias horas.

—Ni uno ni otro —sonrió Prasky, sin ocultar el alivio de ver a su jefe—. Era observador nacional. ¿Qué hacés acá?

—Bueno, digamos que vine a descubrir esta imitación sin sentido de la toma del Moncada. ¿Ustedes los argentinos no pueden hacer una cosa bien?

—No hagas de esto un asunto internacional. ¿Cómo supiste?

Tras la sorpresa inicial de sentir tu nombre mencionado en una proclama revolucionaria por radio —McManaman detuvo con un gesto a una jovencita que repartía café—, me puse a pensar cómo habías acabado aquí. Debo decir que vine con la duda de tu conversión al marxismo —tomó un vaso plástico para él y extendió otro a Prasky—. Oh, ¿o debo decir “marxianismo”? En fin, dudé hasta que llegué aquí y algunas buenas personas me contaron todo. Tienes que conducir con más cuidado —se burló.

—Si sólo fuera eso... —pasó Prasky— O sea que al final resultó lo de la radio.

—A su modo. Apareciste en medio de un discurso ridículo con un tipo diciendo que al pueblo lo habían tomado los marcianos. Ahora que lo digo no sonaba tan ridículo sino redundante: extraterrestres comunistas. Todas las radios pasaron eso. You know, no podían perdérselo. Todavía están hablando del tema en Buenos Aires. Deben estar por llegar los de Crónica y TN en poco tiempo. Este país no deja de sorprenderme; tal parece que al final Argentina tuvo su propia revolución a medida.

—¿Y eso por qué? —quiso saber Prasky, más por diversión que afectado por el sarcasmo de McManaman.

—Aislada, en el campo, fracasada. Ah, y liderada por un marciano —rieron ambos—. En fin, ¿te quedas a la manifestación populista? —indicó con la cabeza hacia el palco.

—Me quiero ir cuanto antes. ¿Viniste en auto?

—Sí, pero no creo que te haga falta. ¿Has visto el tuyo?

—Debe seguir en la cuneta.

—Pues no. Estos —McManaman apuntó otra vez al grupo del palco— son eficientes cuando quieren. Tus funcionarios —puntualizó— hoy buscan dar buena imagen, así que, por alguna orden de alguien que no tengo el gusto de conocer, ya están terminando de repararlo. Mira allí, delante del camión donde están cazando votos, el del Ministerio.

Prasky distinguió el Fiat estacionado.

—Puta, necesité una revolución para que me atiendan. La próxima te la hago a vos, así me das más pelota.

—No sueñes. Nosotros hemos resistido años cosas más organizadas que ésta. Cualquier tontería que hagas se queda corta. Aparte, seguro que te sale mal, je. Mira cómo terminó ésta. Eres argentino y basta.

—En fin, ¿te quedás?

—No, ya ví que estás vivo y que no te has vuelto marxista leninista, lo cual es un alivio porque al menos no te volviste demodé. Me vuelvo a Buenos Aires ahora. Ya me contarás todo en detalle.

—Viajo cuando tengan listo el Fiat.

Se dieron la mano y McManaman giró para irse; se detuvo unos pasos más adelante.

—Oh, listen, olvidé decirte que llamaron el viernes a la tarde los de la semillera: suspendieron el acto el mismo día porque no les llegaron unas peceras con soja que tenían que enviar de Buenos Aires. Una lástima. Nos vemos, observador nacional.

Prasky no prestó suficiente atención a las palabras de McManaman: si lo hubiera hecho debería haberse preguntado acerca de qué había exhibido entonces en sus peceras. El inglés se subió a un coche de Avis y aceleró sin volver la vista a la plaza ni al pueblo, como si quisiera dejar atrás el lugar sin nada pegado a su piel.

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sábado, 25 de julio de 2009

Rosada

LA REVOLUTA – EPISODIO 47

El Senador dejó de atender la situación y fue con sus secretarios, que se habían apropiado del mostrador de La Espiga Roja Revolucionaria. En el reacomodo, dos de ellos tomaron una botella con un culito de caña abandonada en el mostrador y la vaciaron sobre dos vasos que apenas limpiaron con una corbata. El tercero quiso probar un mate a medio terminar. Acabó asqueado.

Vos no tenés pueblo, nene. Te falta calle —se burló El Senador antes de meterse en tema para medir la victoria en centímetros con voz queda.

Una vez que dos policías regresaron del cuarto con Porchetito esposado, el comisario ordenó encerrar allí a los peones. Prasky, Ana, el verdulero y Braulio pidieron permanecer en la salita: el Comandante Marx era una ampolla humana, una vejiga arrugada de llanto.

¿Y ustedes por qué se quieren quedar? —avanzó el comisario—. De éste no tengo dudas: está adentro —dijo señalando a Braulio, que no mostraba signo alguno de preocupación—. Nos llenó de bosta a todos.

Queremos acompañarlo a él —intervino Ana, señalando al panadero desvalido.

Entonces se vienen con nosotros —ordenó el comisario.

Sin embargo, cuando los policías se disponían a echarle esposas improvisadas con soga chúcara, Porchetto intervino rápidamente.

Ellos no tienen nada que ver —dijo con apenas un suplicante hilo de voz—. No formaron parte de esto.

Bueno, están acá, ¿no? ¿O me va a decir que también los tenía presos como a Giusti?

El panadero no podía sostener ninguna discusión:

No, solamente... estaban. Nada más.

Entonces que me expliquen qué hacían. A ver, usted... —el comisario señaló al verdulero.

Yo... yo... yo soy el dueño de la radio —titubeó Raimundi, buscando apoyo en los miembros de la pandilla dislocada.

¿Y qué hacían con eso?

Nada —terció Ana, presta—. Él la trajo porque temió que sus policías se la rompieran.

No veo por qué —se incomodó el policía—, si mis muchachos son gente seria y buena.

Como sea, tenía miedo... Es lo único que tiene —mintió la chica.

¿Y usted qué?

Yo... Yo fui la autora de los comunicados.

Ana... —se metió Prasky.

Nada, Ezequiel, dejá...

El comisario olió improvisación: quizás a El Senador se le escapó algo. Quizás era su oportunidad de tomar su parte en la derrota de esos subversivos sojeros.

¿Qué comunicados? ¿Qué es eso? Hable, che...

La maestra no mencionó las lecturas por la radio para evitar comprometer a Osvaldito o echar más leña al fuego de una caldera que debía caminar al enfriamiento.

El que leímos en la plaza. El de la revolución.

O sea que usted también es parte. ‘Tonce se viene con nosotros —el comisario llamó con un gesto de la mano a un par de agentes.

Ana, ¿por qué no te...? —se quejó Prasky.

Ella tampoco tiene nada que ver —volvió a intervenir Porchetito, ahora con más decisión—. Yo la forcé a escribirlo. Yo... Si no lo hacía, sí, iba a terminar presa... Es así. Punto. Los otros —indicó a Raimundi y Osvaldito— tampoco tienen nada que ver. Yo los obligué a todos. Tampoco los peones. Ni Braulio... Ni él —dijo finalmente, apuntando a Prasky con la barbilla.

Usted es el del auto en el camino, ¿no?

El mismo, comisario. Y... Sí, como dice Porchetto, no tengo nada que ver.

El panadero lo miró con la escasa furia que el agobio le dejaba reunir. No le gustó la respuesta: había excluido a todos y el silencio debía ser el modo de agradecerle. Cuando Prasky se deslindó a sí mismo, el Comandante Marx confirmado la traición que previó llegaría.

El comisario se sacó la gorra y acomodó un par de pelos con las manos. Luego volvió a calzarse el birrete y se acomodó los pantalones. Bufó. El asunto tomaba demasiado tiempo.

Mire, che, se me hace difícil de creer todo esto, así que me parece que todos se van a venir conmigo.

Comisario... —El Senador, que seguía la conversación con medio oído, abandonó la charla con sus secretarios y volvió al centro de la escena— No voy a interferir en su trabajo, pero déjeme preguntarle: ¿qué pruebas tiene contra todos ellos?

El petiso se volvió, afectado. ¿No era que la aplicación de la ley era su propiedad inalienable? ¿Acaso ese tipo pensaba robarle también este último momento?

Estaban acá, con eso alcanza, señor —respondió.

¿Usted habló con alguno antes? ¿Alguno se identificó como parte del lío? —insistió el político.

No, solamente éste... —señaló a Porchetto.

Entonces todo lo que tiene es presencia circunstancial —resolvió El Senador, poco dispuesto a una cacería—. No sabemos qué hicieron, y aunque los acusáramos tendríamos que buscar elementos para incriminarlos. Eso tomaría tiempo y no me veo con voluntad de perderlo en Tribunales. Esto es una tontería. Ya todo está resuelto; déjelo ahí.

El comisario se revolvió incómodo, pero El Senador también supo prever eso.

Antes que diga nada: ya tiene a uno, al jefe, al cabecilla. Ese es el que importa. Que todo quede como estaba, lléveselo a él y deje a esta gente tranquila. También libere al señor del tractor. No tiene sentido detenerlo. Esto fue una tontería. ¿O acaso les ve cara de delincuentes?

Delincuentes hay en todos lados y hasta la mosquita más muerta puede serlo. Además, están los de ahí atrás, que son como quince pendencieros...

Comisario —se afirmó El Senador—: ya. Basta. Caso cerrado. Con el jefe de este lío encerrado le alcanza para ganarse un ascenso. Me comprometo solemnemente a gestionarlo. Me veo en la honesta obligación de decirle —Prasky levantó la vista: vio venir el lengüetazo— que también recordaré su labor ante los medios, que, por lo que me informan, ha sido clave. Llévese a Porchetto. No hace falta más. Tómelo como una orden superior...

El policía pareció dudar un primer segundo pero optó por volverse práctico al siguiente, cuando las palabras de El Senador terminaron de caerle en la fosa cerebral. Ascenso. Foto. Diarios. Salir del pueblo. Destino: ciudad más grande. ¿Quizá la capital provincial? En un abrir y cerrar de ojos borró toda inquisición. Gritó cuatro órdenes para que todos lo escucharan: ordenó llevar al panadero, liberar a los peones del fondo, desalojar la zona y terminar la requisa. Luego volvió a su gesto usual: subirse los pantalones, recorrer la mollera con la mano como peineta.

Cuando Porchetito pasó a su lado, el comisario le tocó el trasero y se rió mirando a El Senador para compartir la chanza. El otro dio vuelta la cara, como si oliera una porquiza y el policía, ofendido, procuró recomponerse gritando una nueva orden de desalojo. A su voz, Prasky, la maestra, Braulio y el verdulero Raimundi desocuparon La Espiga Roja. Tras ellos y sin mucha demora, salieron el comisario y los secretarios de El Senador.

El político se reservó la marcha de cierre de la victoria. De pie a un lado de la puerta, echó una mirada indiferente a la panadería.

Qué ganas de perder el tiempo, carajo —dijo entre dientes—. Este país está lleno de pelotudos.

Luego se acomodó la corbata y estiró el cuello y espalda. Para completar la preparación, friccionó los dientes con un dedo y acabó de darles lustre deslizando la lengua. Cuando finalmente traspuso la puerta, la sonrisa de marfil esculpido retornó disparada por los músculos. Otro resorte automático le elevó los brazos a media asta, como recordaba que lo hacía el General Perón.

Luego se reiría de su ingenuidad pero al poner el primer pie sobre la vereda de La Espiga Roja, El Senador sintió que así debía sentirse una jornada patriótica en el balcón de la Rosada, especialmente cuando escuchó a la plaza aplaudir y corear a viva voz:

¡La luz! ¡La luz! ¡La luz!

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martes, 7 de julio de 2009

El orden institucional

LA REVOLUTA – EPISODIO 46

En el campo hay dos chillidos odiosos: cuando matan a un chancho o a un chivito. Uno revienta los tímpanos y patalea como cristiano mientras se le vacía el cuerpo por el cogote tajeado. El otro parte el corazón: llora como niño. Los chillidos de Porchetito, aislado en la piecita del fondo de la panadería, eran una extraña mezcla de ambos. Cerdo y chivo, el Comandante soltaba los gramos finales de la culpa irredenta.

Todos deseaban hacerlo callar pero nadie movió un músculo hacia la pieza trasera. Braulio había depositado toda su humanidad contra la puerta para impedir que la compasión animara a gente de carácter rosado como Ana. De paso, atajaba las últimas furias del panadero. Los puñetazos de Porchetito sobre la madera y los gritos porcinos, que llenaban el aire de la sala, se intercambiaban con el llanto expiatorio. El Comandante había cedido paso veloz a Porchetto, el panadero, y ambos al pequeño Primo.

El Senador dejó correr varias tandas de quejas y gimoteos sin soltar una frase. Hacía el papel a la perfección, tomándose la frente con los dedos de una mano y manteniendo la cabeza gacha, como si estuviera realmente afectado. De vez en cuando daba un suspiro profundo, se mordía el labio o juntaba las manos sobre el pecho, en una oración irreal.

Qué lástima, qué verdadera lástima... Pobre hombre...

El tono era idéntico al que usaría en la confianza de un funeral frente a los amigos del muerto. Y encajaba sin distorsionar allí, donde se velaba la revolución de Estación Alicia. Finalmente, cuando Porchetito se silenció, por cansancio o tras descubrir que nada obtendría, El Senador miró a la concurrencia y les mostró ambas palmas, como un César a punto de entregar al Cristo o Herodes pidiendo la bandeja argentina. La voz determinante enfiló a la duramadre de la peonada.

Bueno, ¿qué dicen, muchachos? Arreglemos esto. Díganme qué necesitan. Vamos, soy todo oídos... Aprovéchenme: pocas personas tienen la oportunidad de hablar directamente con un enviado del gobernador... No lo desperdicien.

Aun en la puerta, Braulio, el subcomandante revolucionario más breve de la historia, el bruto traidor, tomó la palabra para acabar por entregar la cabeza de su efímero patrón.

¿Qué no va a dar, don?

El Senador no dudó:

La luz para el pueblo está antes que todo.

Nosotro vivimo en lo campo —aclaró Braulio—; eso ‘tá bien pa’ lo diacá pero a nosotro no no sirve demasiao.

El político no regatearía.

Es sencillo, hombre, dígame qué necesitan allí.

El peón buscó el asentimiento de los demás, que no necesitaron decir nada para reconocerle autoridad.

Queremo que no paguen guita... —encaró.

Ahá... Aunque eso depende de Giusti creo que puedo convencerlo. No hay problema. ¿Qué más?

Una ruta. Otra. De macadán.

Se puede construir, claro que sí.

Y que Giusti no mejore la condicione de laburo —se entusiasmó—. Una casita mejor, que no pague la jubilación, quiacá naides tiene. Queremo vacacione y ropa nueva, también. Y nasta pa’ lo tractore, y un camión nuevo...

Otra vez depende de Giusti, pero veré de hablarlo seria, honestamente, con él. Quiero asegurarles mi mayor esfuerzo en esto —El Senador cerró un puño y apretó los dientes mientras declamaba—. Les digo más, y esto es una garantía que firmo aquí —cruzó los dedos sobre los labios—, un inspector del Ministerio de Trabajo vendrá a los campos a ver en qué condiciones trabajan. Si los emplean mal, hablarán con sus patrones para que las condiciones mejoren. Promesa. La jubilación y la ropa se las arregla la Provincia.

La laguna... —retomó Braulio.

¿Qué pasa con ella?

El Senador sonó menos amistoso: ¿acaso no era suficiente lo ofrecido? Prasky notó el cambio de tono, pero no intervino.

Hay inundacione cada por tré, señor.

Todo el sur tiene problemas de crecientes, amigo —empezó a atajarse—. A la laguna vamos a incluirla en un plan sistemático de atención general del sistema hídrico del sur para reducir el impacto de anegamientos potenciales —Prasky sonrió—. Esto, espero que entienda, no puede ser abordado caso por caso, de lo contrario estaríamos cometiendo el error de malgastar recursos —Prasky volvió a sonreír—. Todo lo anterior puede ser inmediato pero el trabajo en las lagunas va a tomar algún tiempo... Estudios, ingenieros, remover terrenos, todas esas cosas son indispensables para realizar un trabajo acorde a las necesidades y con el objeto de dar la solución más cercana a lo definitivo por los próximos tres o cuatro años —Prasky agachó la cabeza para ocultar la sonrisa, cada vez más amplia—. Lo atenderemos, seguro, pero necesito que me presten parte de su paciencia para administrar los recursos con propiedad, en tiempo y en forma. Al final, les garantizo que el problema de la laguna tendrá debida atención —Prasky miró por la ventana, mordiéndose labio y lengua—. Palabra de honor, ¿o alguna vez les he fallado?... En fin, ¿algo más?

Braulio buscó a los demás con la vista. Los peones no parpadeaban. Daban el paquete por completo.

¿Nada? Bien, entonces vamos a hacer entrar a los policías para que se lleven las armas. Les prometo que no habrá represalias con ninguno de ustedes hasta que la situación esté aclarada plenamente.

¿No vamo a í preso?

Esa pregunta no estaba en el menú de El Senador, que pensaba dejar que el comisario se ensuciara las manos con la resolución administrativa. Sin embargo, sopesó iluminado, una respuesta directa que pusiera a los peones tras las rejas podía complicar el fin de la crisis.

Mire, amigo Braulio —improvisó—, en algún aspecto ustedes han quebrado el orden institucional. Pero debo decir también que eso es una entelequia considerando el lugar en el que están. Confieso que no conocía de la existencia del pueblo, y mire que conozco la provincia, amigo. Me lamento por ello. Ya veremos qué pasa con todo eso. Por lo pronto, dejemos entrar a la policía y terminemos con esto, ¿sí?

Los peones aceptaron; tenían más promesas que años por vivir. Prasky, ya de regreso a su descanso en la pared con las manos en los bolsillos, ya no sonreía: la revuelta había sido desarmada con poco más que promesas de segunda. Se preguntó qué pensaría Porchetito tras la puerta custodiada por el corpachón de Braulio. Dio una mirada general a la sala. Un aire triste había recalado en los ojos de Ana y los peones que no se cruzaban de brazos habían vuelto a tallar el naipe para una escoba de quince. El único atado de nervios era el verdulero Raimundi, atemorizado porque alguien descubriera su radio, comenzaran las preguntas y sus respuestas delataran su logia de cazadores de objetos voladores.

El Senador fue a la puerta y ordenó al comisario enviar a su gente, que todo estaba arreglado. Los policías salieron al trote, acicateados por los gritos del jefe. Giusti pretendió avanzar pero El Senador le indicó esperar tras la camioneta hasta evacuar el lugar. Los vecinos siguieron las instrucciones de pie, desconcertados por el desenlace. Quienes sí se acercaron, prestos, fueron los tres asistentes del político.

Cuchillos, barras y revólveres pasaron a manos de un gozoso comisario, que distribuía comandos y órdenes parado junto a El Senador, con los brazos en jarra. Imperceptible para los demás, comparaba su estatura con el político. ¿Era su idea o no era tan alto como parecía? Hombre, quizás no saldría nada mal en las fotos.

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lunes, 29 de junio de 2009

Vos no

LA REVOLUTA – EPISODIO 45

A Porchetito El Senador no le parecía demasiado alto ni demasiado atractivo. Su voz no le sugería autoridad o respeto. Sin embargo, algo había en él que le hundía las alpargatas en el piso, como si La Espiga Roja Revolucionaria fuera una ciénaga. ¿Serían esos dientes de perla, el peinado perfecto y rígido, los movimientos seguros de sí? El Comandante seguía cada inflexión de voz, los gestos completando el sentido, en algún modo seducido pero deseoso de ocultarlo. No como los demás, que parecían embelesados por un organillo lustroso con canciones de Leonor Marzano.

Vamos a hacer lo que yo diga o la cosa se pone peor —insistió El Senador—. Lo que más les conviene ahora es entregar todo, rendirse a la policía. Quédense bien tranquilitos. Si estoy acá es para que no los pasen por encima y terminen agujereados a balazos.

Esa es nuestra decisión —quiso quejarse Porchetito, despertando de la hipnosis—, y usted no es más que....

El Senador no lo dejó pasar: quería el asunto resuelto sin más demora.

¡¿Más que qué?!... —gritó— ¿Acaso no tiene noción de qué va a pasarle? Si quiere retenerme aquí, se lo digo: basta que no salga de una pieza, entero como entré, para que uno de mis secretarios llame por celular a la gobernación y tengan encima de ustedes, en horas, a la mitad de la Policía de la Provincia. ¿Cree que va a ganar con esto? —un giro con el brazo abarcó al grupo—. Esto va a terminar en masacre, Porchetto. No joda más.

Un rayo invisible debió atravesar al Comandante pues se quedó sin aire. Intentó retomar el control pero de su boca no salía palabra. Era una parálisis similar a la que lo afectó cuando abordó a Prasky en casa de Lopes y en algún modo similar a la que lo retenía en el centro de la panadería siguiendo la teatralización del enemigo.

Esto es lo que vamos a hacer... —prosiguió El Senador— Ustedes se van a rendir. Y punto. Pun-to. Lo que el pueblo necesite lo va a tener, pero se dejan de joder con esta boludez de la revolución. ¿Nos entendemos?

Entonces el Subcomandante Marcos, rodeado por la peonada, levantó la mano. El Senador lo vio y notó que Marx se desconcertaba con la acción. La desolación del Comandante fue un aliciente para tomar más ventaja.

Hable —ordenó.

Mire, acá... acá la pasamo mal, ¿vio?... —dijo Braulio, titubeante— Acá nuay nada, don... Ganamo poco, no tenemo nada pa’ hacé ni ande ir... Acá, El Comandante...

Señor... ¿cuál es su nombre?... ¿Braulio? Bien, Braulio... —interrumpió El Senador— Aquí no hay ningún comandante. El caballero se ha equivocado de cabo a rabo al llevarlos a ustedes casi hasta el matadero. ¿Tienen problemas? Los resolveremos, pero me dejan esos cuchillos, los fierros y la locura de lado. Si eligen lo que hasta ahora, se quedan sin nada, muertos o presos. Es muy simple y no tiene tiempo para nada más. Háganme el favor: decidan qué quieren hacer y decídanlo ya.

A pesar de la poca luz del lugar, El Senador se las arregló para semblantear a la concurrencia. Los peones no tenían entereza; eso era cristal y él olfateaba la debilidad como un perro sigue el aroma de una hembra en celo. Sólo encontró el rostro labrado con genes descondos de Braulio, que estaba algo relajado, y la mueca tatuada a fuego en la boca del panadero. Le habló entonces a él.

Mire, Porchetto... Yo entiendo que usted quiera cambiar las cosas, pero no es el modo, muchacho. No tiene con qué más que su propia voluntad. Le digo algo: yo le prometo que atenderé los reclamos que estén al alcance del gobernador, pero no puede andar pidiendo cualquier cosa. Ahora, ¿cómo quiere hacer esto? —dijo El Senador, retomando una línea de sus películas preferidas— Si quiere desafiarme, ahí está, pruebe, intente. Le aseguro que lo bajan en segundos. ¿Quiere detenerme? Hágalo. Verá lo que pasa.

Porchetto.... —llamó de repente Prasky desde el fondo.

Todos lo miraron, incluido El Senador.

Me parece que El Senador está siendo razonable, che...

No se de vuelta ahora, usted... —se ofendió Porchetito, procurando aparentar seguridad, desarmándose como humo.

¿Quién es usted? —El Senador se intrigó por el acento del periodista.

Un perdido. No soy de acá. Me quedé sin auto cuando iba a otro lado... Pero yo no importo; por mí no se preocupe... Porchetto, vea... No hay mucho que hacer, la verdad...

El panadero bajó la cabeza, encerrado en una espiral de pensamientos. ¿Tan fácil lo vencerían? ¿Tan simplemente sus décadas de sueños se irían al traste? ¿Bastaba un senador de provincias para acabar su proyecto continental?

Él tiene razón, hombre, mejor deje esta payasada y véngase conmigo —contemporizó más El Senador, que comprendió que Prasky tenía alguna influencia sobre el panadero—. Le garantizo seguridad para que no le ocurra nada. Yo mismo lo acompañaré hasta el final.

Pero... —amagó Porchetito y la angustia finalmente le tomó toda la voz—... Usted no... yo... la revolución... yo...

Porchetto...

El Senador volvió a recurrir a su voz más paternal, estudiada y ensayada en cientos de actos y miles de espejos. Avanzó con los brazos abiertos y el rostro compungido dispuesto a estrechar al al panadero en un abrazo, pero Porchetito sorprendió saltando hacia atrás como empujado por un resorte. Intentó tomar una barreta de hierro sobre el mostrador y lanzarse sobre el político pero no contó con Braulio. El Subcomandante Marcos se interpuso, lo frenó de un manotazo, lo levantó entre los brazos y lo aupó —todo en una solo movimiento— hasta el cuarto del fondo.

Porchetto cayó desparramado al piso antes de que el peón cerrase la puerta con firmeza.

¡Hijo de remil puta! ¡Vos no! ¡Yo te hice! ¡Vos no! ¡Traidor! ¡Traidor!

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Seamos civilizados

LA REVOLUTA - EPISODIO 44

Prasky no pudo saberlo pues no llevaba reloj desde su accidente, pero calculó que calmar a la tropa tomó una hora. Algo menos debió llevarles a los negociadores de la ley, así debieran lidiar con la desconfianza de los vecinos. Algún artilugio mágico tuvo que utilizar El Senador, que seguía dándole mala espina al periodista. Como fuere, la bicha se agotó en un susto pasajero, dispersas sus dudas con palabras políticamente infalibles y asesinada la evidencia con dos matafuegos.

Para Prasky las cosas eran curiosas. Su deseo por salir de allí dependía de la conclusión de la revolución. La mejor oportunidad era su fracaso. Ante la ley, se las arreglaría. Podría explicar al político y los policías que su presencia allí era fortuita. Ante Porchetto y el pueblo poco importaba; lo dejaría atrás, como había abandonado en el camino personas, objetos e ideas. ¿Qué haría con Lopes? Escribirle. ¿Qué con Ana? Ya vería.

En cambio, el triunfo del Comandante Marx no aseguraba el retorno a Buenos Aires. La revuelta sojera cristalizaba un nuevo estado de cosas, así fuere temporal. Podría tomar otra semana hasta que el gobierno provincial enviase una segunda misión —más grande, mejor pertrechada— para reducir al pandero loco. Sin embargo, estaba de ese lado de la vereda, contra toda lógica. ¿Acaso no era una perfecta metáfora de su vida?

No había vuelto a hablar del tema con Porchetito y la última palabra del panadero había sido la misma rotunda negativa de siempre. Si la revolución se quedaba en Estación Alicia, ¿qué sería de él? Sí, con seguridad, tarde o temprano, algún modo hallaría de salir. Cuán tarde parecía ser la única preocupación verdaderamente sólida.

Sin embargo, no podía quitar de su cabeza cierto deseo por ayudar a Porchetto. Quizás deseo fuera una palabra extrema, pero cuanto menos sentía la necesidad de no dejarlo tan solo. Necesidad, eso sí. Ayudarlo a salvarse. Por ahora, sin asumir un compromiso permanente, claro, seguro, por supuesto.

Al fin de cuentas, no había sido nada una sola idea y nada más que por un rato. Robar las peceras. Punto. Apenas si se había alegrado con el desplante orgánico de Braulio sobre el tractor mientras los demás, en comparación, saltaban como niños en una fiesta de cumpleaños. Eso y robar no podían considerarse eventos revolucionarios que marcasen su vida. Robar, robó de niño. Alegrarse, como con la bosta centrífuga, era otra travesura. ¿De eso se trataba: la revolución como última travesura pendiente? Acabaría en un santiamén, como se va la infancia. Él ya era un hombre. Debía volver a lo suyo. ¿De qué iban a acusarlo? ¿De chistoso?

Mientras Prasky cocinaba pensamientos, a lo suyo volvió también El Comandante Marx. Con la tropa calmada había reiniciado el diálogo con El Senador, a los gritos y por la puerta.

...pero no pueden seguir con estas tonterías —clamaba el político—. No, muchacho. No me arruine todo. Estamos acá para arreglar, Comandante. A-rre-glar. Estas cosas no sirven. ¿Qué es eso de andar ensuciando a la gente con bosta, che? Seamos civilizados. Ci-vi-li-za-dos. Otra vez: le pido que me deje entrar, pero también le solicito, le ruego, encarecidamente, que me garantice que no habrá sorpresas desagradables como la de recién. ¿Soy claro?

El Senador había retornado al centro de la calle para comparecer. Tras él, en la plaza, todo parecía haber retornado a una normalidad contenida. Eso, de hecho, era Giusti, una furia embalsada nada más que por la presencia impositiva del político. El comisario había cambiado de bando unos momentos y, del sueño de su fotografía en los diarios, acabó trastornado por el papelón público de lanzarse bajo la F100 de Giusti para esquivar la bosta de Dugoni y el Subcomandante Marcos. Por unos minutos, incluso, promovió la idea de cocer a balazos a los revoltosos o, como mínimo, tirar abajo La Espiga Roja usando el mismo tractor de Dugoni. Los buenos oficios del secretario de El Senador lo volvieron a la calma. Otra vez, bastaron dulces palabras profesionales y una renovada promesa de título y foto.

En la panadería, en tanto, Prasky, convencido de ayudar a Porchetto con una salida negociada que a su vez lo pusiera fuera de ese lugar, había hallado una plataforma en las palabras conciliatorias de El Senador, y procuraba convencer al líder de cesar las hostilidades hasta ver qué se traía entre manos el político.

Nada de líos. Déjelo hablar pero que no lo enrosque, que éste debe apalabrar de lo lindo. Y usted, sobre todo usted, nada de presos políticos, ¿eh? Mire que después del tractorazo estos no deben tener paciencia para nada más.

Porchetto le había respondido con una afirmación circunstancial que no convenció al porteño, pero entendía que las consecuencias de negarse a parlamentar podían ser gravosas. Parecía comprender que todas sus ventajas se evaporaban con cada minuto, como si el destino hubiera decidido darle la espalda.

Se decidió. Acercó el rostro al vidrio roto de la puerta y dijo a El Senador que podía seguir caminando. Cuando echó a andar, detrás de la F100 reiniciaron los movimientos y el Comandante se sobresaltó. Pegó un grito para saber qué pasaba. El Senador dio media vuelta y ordenó que nadie se moviera, que él iba a entrar y que quería a todos calmados para poder dialogar en un ambiente de confianza y respeto.

¡Hagamos prevalecer el espíritu democrático, pueblo! —vociferó, y hasta el sordo del pueblo entendió.

Avanzó hasta la puerta de La Espiga Roja. No se interesó por los restos de las peceras de soja y los últimos gusanos que viboreaban sobre la vereda, al borde de caer por la cuneta bañados del polvo blanco de los matafuegos. Ya en la puerta, el Comandante Marx le pidió que se detuviera y levantase los brazos. El Subcomandante Marcos salió a una orden de Porchetito y le tanteó las piernas y la cadera. Luego, El Senador ingresó y la puerta se cerró tras él. A diferencia de unos segundos atrás, Porchetto sintió regresar el espíritu victorioso. Era evidente: tenía al político, solo y desarmado, dentro de su cuartel. Se sintió rebosante, pleno. Un Senador preso. ¿No era ese ya un trunfo ni soñado? ¿Por qué hacer caso al indolente de Prasky?

La noche se había cerrado y al interior de la panadería apenas lo mantenían alejado de la penumbra una media docena de velas mal consumidas. Todos se pusieron de pie cuando El Senador cruzó la puerta y saludó con seguridad natural. Unos segundos después, el Comandante Marx se plantó frente a él, rodeado de su estado mayor. Prasky permaneció contra la pared, siempre junto a la puerta y mirando a la plaza para detectar escarceos. A diferencia de Porchetto, cuya seguridad estaba atada al viento y creía haber ganado la ventaja nuevamente, él continuaba esperando una jugada del político.

Finalmente, el Comandante Marx extendió su mano a El Senador; éste le correspondió, también marcialmente. La imaginación de Porchetito elevó la panadería y el momento a una impensada categoría histórica, comparable a la reunión de Nixon y Chou En-lai. O a Yalta. O a Kennedy y Khrushchev. Habló con decisión.

En nombre de la revolución, le comunico que queda usted detenido.

Prasky meneó la cabeza e insultó por lo bajo. Ana tocó el hombro del Comandante Osvaldito Lenin para que depusiera su entusiasmo por transmitir.

No creo que eso sea recomendable —dijo El Senador sin inmutarse, mirando al Comandante Marx desde arriba.

La respuesta gallarda zanjaba cualquier duda; la situación distaba de intimidarlo. Porchetto era inferior a su jerarquía. Con los brazos en jarra y las manos calzadas en la cadera, miró en derredor para tener claridad de cuánta gente movía el panadero.

Poco me importa lo que crea recomendable —retrucó Marx, envalentonado—. Esta es nuestra revolución y no el Senado. Átenlo —ordenó, sin siquiera mirar a sus subordinados.

Los peones se estudiaron: ¿atar a un senador? Braulio hizo un movimiento y El Senador supuso que se dirigía a él, así que lo plantó en seco con un grito duro. Fue como si el planeta se detuviera y sus engranajes crujieran.

¡Usted! —se dirigió entonces a Porchetito con la furia hinchándole los músculos— ¡¡No se me haga el jefe que no tiene charreteras ni para cabo!!... El que me toca un pelo se hunde más y no lo recomiendo porque ya tienen mierda hasta el cuello. ¡¿O no se dan cuenta de que están perdidos desde el principio, imbéciles?!

El tono imperativo dejó lívido al gigante, al que la experiencia le indicaba que el gritón seguro es patrón y manda. Porchetito quiso interrumpir, pero la palma levantada y la mirada fiera de El Senador fueron censura suficiente. Prasky fue el único que superó la sorpresa. Una neurona se alzó y le dictó lo previsible: la revolución de Estación Alicia estaba acabada. La civilización empezaba a triunfar. Como debía ser.

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Dos líneas en policiales

LA REVOLUTA - EPISODIO 43

Nada más el tractor asomó la trompa en el cruce de calles, Prasky pellizcó el brazo del Comandante Marx. A Porchetito todavía le duraba el entusiasmo por el desnudo de El Senador, pero finalmente giró y se dio con el entusiasmo del periodista. Le pareció demasiado. “Un rato que sí, otro que no; un rato con nosotros, el otro llorando para tomárselas”, pensó el panadero. “A éste se le rompió la bolsa de caramelos”.

¡Mire, Porchetto, es Braulio!

Prasky arrastró a Porchetto del brazo hasta la ventana y al Comandante lo ganó cierta sorpresa. No entendía qué hacía el tractor de Dugoni con el motor moderando frente al bar de Doña Margarita. Y, sobre todo, qué hacía Braulio junto al viejo carcamán.

¿Qué caraj...?

Parece que el tipo promete lo que cumple, Comandante. Debiera aprender de él. Eso es carácter.

Sea serio, Prasky.

El porteño lanzó una risita.

¿Qué se traerán? —dijo luego.

Ni idea, pero lo que sea ayuda.

Qué bueno que lo admita: alguien piensa más rápido que usted.

No empiece otra vez con la cantinela. Braulio demostró convicción, che.

Usted escucha lo que quiere —dijo el periodista, señalando a la plaza: la ley se reagrupaba—. ¿No oyó que dijo que la revolución a él le vale ni fu ni fa?

Porchetto se puso por encima.

Pavadas. Es un líder; está con nosotros. Debiera haberlo llamado Comandante Lenin.

¿No le queda un nombre para él?

Muchos. Si algo han dado las revoluciones son hombres de valía. Y no sea socarrón, que le noto el tonito...

Ya. ¿Cuál tiene?

¿Pregunta en serio o boludea? —Prasky respondió que no jugaba y Porchetto se lanzó a una perorata— Ninguno. No había pensado en ponerle nombre de algún héroe histórico... De todos modos, también es bueno que las revoluciones tengan color local. ¿Por qué cree que la bandera nuestra es con trigo?

Me fijé. Está bien, aunque parece medio maricona.

Maricona su abuela...

Eh, tampoco es para tanto. ¿Qué nombre, entonces?

El Comandante bufó.

Qué se yo... Comandante no puede ser... Un rango inferior, sí, porque no estuvo desde el principio... Pero Subcomandante Braulio no me suena bien... Muy criollo, un nombre medio... pelotudo —devarió Porchetto—... Quizá el segundo nombre de él... Sí... Subcomandante Marcos. Sí. Ese le queda bien.

Ahá... Con que Marcos... —río para sus adentros Prasky— ...Oiga, recién ahora noto que ando preguntándole tonterías. Piense para adelante: si Braulio y Dugoni hacen lío y no ganan, estos otros se le van a venir crudo.

La demostración de fuerza de Braulio, perdón, del Subcomandante Marcos, le dará ímpetu a mi gente.

Bla, bla, bla...

En serio. El que me llama la atención es Dugoni. No lo imaginé jamás aquí. Creo que debo pensar un nombre para él también.

Concéntrese, carajo. Hay cosas más importantes.

Pero... ¡hace un minuto usted quería que buscase nombres para Braulio! ¡¿Quién lo entiende?! ¿Ustedes allá son todos así?

¿Allá es Baires?

Sí.

No. Además, yo puedo pensar y hablar de lo que quiera. El que tiene que estar atento es usted. Es su revolución y usted el jefe. ¿Usted cree que Lenin se distraía en bautizar soldaditos como usted ahora? Mire que es facilito, eh...

Déjeme decírselo así, incapaz: la presentación de una revolución es muy importante.

Prasky rió con ganas.

Pare un poco ahí: usted está pensando en el libro de historia antes de cagar la tinta, macho —se buró—. Ahora caigo: quiere esto para que escriban sobre el panadero heroico. ¡Qué bajo lo suyo, Porchetto! Todo esto para dos líneas en policiales. Si las publican.

Todo héroe merece reconocimiento, al fin de cuentas —dijo el Comandante, con el bronce en el rostro.

style="font-size:125%;">—Sí, y si acá hubiera un psiquiátrico a usted le hacen el monumento al frente. No sé si usted es un boludo romántico o un cínico cualquiera... —y meneando la cabeza:— Bah, no sé por qué me preocupo.... Entonces, ¿Dugoni va cómo?

Ya le dije que no se me ocurre nada en este momento —respondió Marx, distante.

Póngale Gramsci —insisitó Prasky—. Total, es tano.

El Comandante no respondió.

Además, comparado con lo que tiene acá, Dugoni debe ser todo un intelectual. Upa... —señaló al frente— Se mueven...

Porchetito se asomó a la ventana cuando la acción ya tenía velocidad. Estalló en aplausos cuando el John Deere de Dugoni arrasó por primera vez el coche de El Senador. La peonada del Subcomandante Marcos, ex Braulio, se sumó intentando ver por los espacios que dejaban las cabezas de Prasky y El Comandante. Tronaron de risa, alentados por el coraje de su jefe.

Prasky seguía en silencio, mordiéndose los labios, sopesando el impacto de cada giro de las ruedas del tractor. Nada bueno saldría de allí si la policía tomaba el control. Sin embargo, cuando el Subcomandante Marcos inició la centrífuga de bosta de vaca, también él se unió al grupo. Todos vivaron al peón que, de la nada, se erigía en un combatiente aguerrido y valiente.

Pero lo que siguió no fue agradable para los revoltosos de La Espiga Roja. Los policías finalmente tomaron el control del John Deere y, empujando al peón hacia el interior, parecían poner fin a la asonada. Porchetito Marx y su banda se desgañitaron echando alertas a voz en cuello al Subcomandante Marcos, que finalmente pudo apearse de la cabina y escabullirse de las fuerzas del orden.

A Dugoni no le fue tan bien. Los insurgentes lo vieron tomarse el rostro y soltar el volante del tractor y comprobaron impávidos cómo los policías reducían al anciano. Para cuando quisieron darse cuenta, el descalabro ya estaba sobre ellos, pues el John Deere viró ciego hacia la panadería.

¡¡Nos hace mierda, rajen!! —ordenó Prasky.

La peonada corrió al cuarto del fondo sin orden y el periodista tuvo que detener su propia carrera para llevarse a Porchetito Marx, impávido junto a la puerta. Ana se había unido pronto al primer grupo y el único que seguía entonces absorto era Osvaldito Lenin, que continuaba el recitado de la proclama, a media lengua, por el micrófono de radioaficionado del verdulero Raimundi.

Fueron milésimas de segundo en las que todos esperaron que el frente de la panadería se viniera abajo por el impacto de la mole verde de hierro, pero nada ocurrió. a último momento, el tractor desvió la trayectoria y siguió por la vereda, en paralelo a La Espiga Roja Revolucionaria.

Lo que siguió fue el estruendo de las peceras volando en pedazos.

¡¡¡Cagamos!!! —gritó el Comandante Marx— ¡¡¡Se soltó la bicha!!!

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