lunes, 29 de junio de 2009

Vos no

LA REVOLUTA – EPISODIO 45

A Porchetito El Senador no le parecía demasiado alto ni demasiado atractivo. Su voz no le sugería autoridad o respeto. Sin embargo, algo había en él que le hundía las alpargatas en el piso, como si La Espiga Roja Revolucionaria fuera una ciénaga. ¿Serían esos dientes de perla, el peinado perfecto y rígido, los movimientos seguros de sí? El Comandante seguía cada inflexión de voz, los gestos completando el sentido, en algún modo seducido pero deseoso de ocultarlo. No como los demás, que parecían embelesados por un organillo lustroso con canciones de Leonor Marzano.

Vamos a hacer lo que yo diga o la cosa se pone peor —insistió El Senador—. Lo que más les conviene ahora es entregar todo, rendirse a la policía. Quédense bien tranquilitos. Si estoy acá es para que no los pasen por encima y terminen agujereados a balazos.

Esa es nuestra decisión —quiso quejarse Porchetito, despertando de la hipnosis—, y usted no es más que....

El Senador no lo dejó pasar: quería el asunto resuelto sin más demora.

¡¿Más que qué?!... —gritó— ¿Acaso no tiene noción de qué va a pasarle? Si quiere retenerme aquí, se lo digo: basta que no salga de una pieza, entero como entré, para que uno de mis secretarios llame por celular a la gobernación y tengan encima de ustedes, en horas, a la mitad de la Policía de la Provincia. ¿Cree que va a ganar con esto? —un giro con el brazo abarcó al grupo—. Esto va a terminar en masacre, Porchetto. No joda más.

Un rayo invisible debió atravesar al Comandante pues se quedó sin aire. Intentó retomar el control pero de su boca no salía palabra. Era una parálisis similar a la que lo afectó cuando abordó a Prasky en casa de Lopes y en algún modo similar a la que lo retenía en el centro de la panadería siguiendo la teatralización del enemigo.

Esto es lo que vamos a hacer... —prosiguió El Senador— Ustedes se van a rendir. Y punto. Pun-to. Lo que el pueblo necesite lo va a tener, pero se dejan de joder con esta boludez de la revolución. ¿Nos entendemos?

Entonces el Subcomandante Marcos, rodeado por la peonada, levantó la mano. El Senador lo vio y notó que Marx se desconcertaba con la acción. La desolación del Comandante fue un aliciente para tomar más ventaja.

Hable —ordenó.

Mire, acá... acá la pasamo mal, ¿vio?... —dijo Braulio, titubeante— Acá nuay nada, don... Ganamo poco, no tenemo nada pa’ hacé ni ande ir... Acá, El Comandante...

Señor... ¿cuál es su nombre?... ¿Braulio? Bien, Braulio... —interrumpió El Senador— Aquí no hay ningún comandante. El caballero se ha equivocado de cabo a rabo al llevarlos a ustedes casi hasta el matadero. ¿Tienen problemas? Los resolveremos, pero me dejan esos cuchillos, los fierros y la locura de lado. Si eligen lo que hasta ahora, se quedan sin nada, muertos o presos. Es muy simple y no tiene tiempo para nada más. Háganme el favor: decidan qué quieren hacer y decídanlo ya.

A pesar de la poca luz del lugar, El Senador se las arregló para semblantear a la concurrencia. Los peones no tenían entereza; eso era cristal y él olfateaba la debilidad como un perro sigue el aroma de una hembra en celo. Sólo encontró el rostro labrado con genes descondos de Braulio, que estaba algo relajado, y la mueca tatuada a fuego en la boca del panadero. Le habló entonces a él.

Mire, Porchetto... Yo entiendo que usted quiera cambiar las cosas, pero no es el modo, muchacho. No tiene con qué más que su propia voluntad. Le digo algo: yo le prometo que atenderé los reclamos que estén al alcance del gobernador, pero no puede andar pidiendo cualquier cosa. Ahora, ¿cómo quiere hacer esto? —dijo El Senador, retomando una línea de sus películas preferidas— Si quiere desafiarme, ahí está, pruebe, intente. Le aseguro que lo bajan en segundos. ¿Quiere detenerme? Hágalo. Verá lo que pasa.

Porchetto.... —llamó de repente Prasky desde el fondo.

Todos lo miraron, incluido El Senador.

Me parece que El Senador está siendo razonable, che...

No se de vuelta ahora, usted... —se ofendió Porchetito, procurando aparentar seguridad, desarmándose como humo.

¿Quién es usted? —El Senador se intrigó por el acento del periodista.

Un perdido. No soy de acá. Me quedé sin auto cuando iba a otro lado... Pero yo no importo; por mí no se preocupe... Porchetto, vea... No hay mucho que hacer, la verdad...

El panadero bajó la cabeza, encerrado en una espiral de pensamientos. ¿Tan fácil lo vencerían? ¿Tan simplemente sus décadas de sueños se irían al traste? ¿Bastaba un senador de provincias para acabar su proyecto continental?

Él tiene razón, hombre, mejor deje esta payasada y véngase conmigo —contemporizó más El Senador, que comprendió que Prasky tenía alguna influencia sobre el panadero—. Le garantizo seguridad para que no le ocurra nada. Yo mismo lo acompañaré hasta el final.

Pero... —amagó Porchetito y la angustia finalmente le tomó toda la voz—... Usted no... yo... la revolución... yo...

Porchetto...

El Senador volvió a recurrir a su voz más paternal, estudiada y ensayada en cientos de actos y miles de espejos. Avanzó con los brazos abiertos y el rostro compungido dispuesto a estrechar al al panadero en un abrazo, pero Porchetito sorprendió saltando hacia atrás como empujado por un resorte. Intentó tomar una barreta de hierro sobre el mostrador y lanzarse sobre el político pero no contó con Braulio. El Subcomandante Marcos se interpuso, lo frenó de un manotazo, lo levantó entre los brazos y lo aupó —todo en una solo movimiento— hasta el cuarto del fondo.

Porchetto cayó desparramado al piso antes de que el peón cerrase la puerta con firmeza.

¡Hijo de remil puta! ¡Vos no! ¡Yo te hice! ¡Vos no! ¡Traidor! ¡Traidor!

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