martes, 7 de julio de 2009

El orden institucional

LA REVOLUTA – EPISODIO 46

En el campo hay dos chillidos odiosos: cuando matan a un chancho o a un chivito. Uno revienta los tímpanos y patalea como cristiano mientras se le vacía el cuerpo por el cogote tajeado. El otro parte el corazón: llora como niño. Los chillidos de Porchetito, aislado en la piecita del fondo de la panadería, eran una extraña mezcla de ambos. Cerdo y chivo, el Comandante soltaba los gramos finales de la culpa irredenta.

Todos deseaban hacerlo callar pero nadie movió un músculo hacia la pieza trasera. Braulio había depositado toda su humanidad contra la puerta para impedir que la compasión animara a gente de carácter rosado como Ana. De paso, atajaba las últimas furias del panadero. Los puñetazos de Porchetito sobre la madera y los gritos porcinos, que llenaban el aire de la sala, se intercambiaban con el llanto expiatorio. El Comandante había cedido paso veloz a Porchetto, el panadero, y ambos al pequeño Primo.

El Senador dejó correr varias tandas de quejas y gimoteos sin soltar una frase. Hacía el papel a la perfección, tomándose la frente con los dedos de una mano y manteniendo la cabeza gacha, como si estuviera realmente afectado. De vez en cuando daba un suspiro profundo, se mordía el labio o juntaba las manos sobre el pecho, en una oración irreal.

Qué lástima, qué verdadera lástima... Pobre hombre...

El tono era idéntico al que usaría en la confianza de un funeral frente a los amigos del muerto. Y encajaba sin distorsionar allí, donde se velaba la revolución de Estación Alicia. Finalmente, cuando Porchetito se silenció, por cansancio o tras descubrir que nada obtendría, El Senador miró a la concurrencia y les mostró ambas palmas, como un César a punto de entregar al Cristo o Herodes pidiendo la bandeja argentina. La voz determinante enfiló a la duramadre de la peonada.

Bueno, ¿qué dicen, muchachos? Arreglemos esto. Díganme qué necesitan. Vamos, soy todo oídos... Aprovéchenme: pocas personas tienen la oportunidad de hablar directamente con un enviado del gobernador... No lo desperdicien.

Aun en la puerta, Braulio, el subcomandante revolucionario más breve de la historia, el bruto traidor, tomó la palabra para acabar por entregar la cabeza de su efímero patrón.

¿Qué no va a dar, don?

El Senador no dudó:

La luz para el pueblo está antes que todo.

Nosotro vivimo en lo campo —aclaró Braulio—; eso ‘tá bien pa’ lo diacá pero a nosotro no no sirve demasiao.

El político no regatearía.

Es sencillo, hombre, dígame qué necesitan allí.

El peón buscó el asentimiento de los demás, que no necesitaron decir nada para reconocerle autoridad.

Queremo que no paguen guita... —encaró.

Ahá... Aunque eso depende de Giusti creo que puedo convencerlo. No hay problema. ¿Qué más?

Una ruta. Otra. De macadán.

Se puede construir, claro que sí.

Y que Giusti no mejore la condicione de laburo —se entusiasmó—. Una casita mejor, que no pague la jubilación, quiacá naides tiene. Queremo vacacione y ropa nueva, también. Y nasta pa’ lo tractore, y un camión nuevo...

Otra vez depende de Giusti, pero veré de hablarlo seria, honestamente, con él. Quiero asegurarles mi mayor esfuerzo en esto —El Senador cerró un puño y apretó los dientes mientras declamaba—. Les digo más, y esto es una garantía que firmo aquí —cruzó los dedos sobre los labios—, un inspector del Ministerio de Trabajo vendrá a los campos a ver en qué condiciones trabajan. Si los emplean mal, hablarán con sus patrones para que las condiciones mejoren. Promesa. La jubilación y la ropa se las arregla la Provincia.

La laguna... —retomó Braulio.

¿Qué pasa con ella?

El Senador sonó menos amistoso: ¿acaso no era suficiente lo ofrecido? Prasky notó el cambio de tono, pero no intervino.

Hay inundacione cada por tré, señor.

Todo el sur tiene problemas de crecientes, amigo —empezó a atajarse—. A la laguna vamos a incluirla en un plan sistemático de atención general del sistema hídrico del sur para reducir el impacto de anegamientos potenciales —Prasky sonrió—. Esto, espero que entienda, no puede ser abordado caso por caso, de lo contrario estaríamos cometiendo el error de malgastar recursos —Prasky volvió a sonreír—. Todo lo anterior puede ser inmediato pero el trabajo en las lagunas va a tomar algún tiempo... Estudios, ingenieros, remover terrenos, todas esas cosas son indispensables para realizar un trabajo acorde a las necesidades y con el objeto de dar la solución más cercana a lo definitivo por los próximos tres o cuatro años —Prasky agachó la cabeza para ocultar la sonrisa, cada vez más amplia—. Lo atenderemos, seguro, pero necesito que me presten parte de su paciencia para administrar los recursos con propiedad, en tiempo y en forma. Al final, les garantizo que el problema de la laguna tendrá debida atención —Prasky miró por la ventana, mordiéndose labio y lengua—. Palabra de honor, ¿o alguna vez les he fallado?... En fin, ¿algo más?

Braulio buscó a los demás con la vista. Los peones no parpadeaban. Daban el paquete por completo.

¿Nada? Bien, entonces vamos a hacer entrar a los policías para que se lleven las armas. Les prometo que no habrá represalias con ninguno de ustedes hasta que la situación esté aclarada plenamente.

¿No vamo a í preso?

Esa pregunta no estaba en el menú de El Senador, que pensaba dejar que el comisario se ensuciara las manos con la resolución administrativa. Sin embargo, sopesó iluminado, una respuesta directa que pusiera a los peones tras las rejas podía complicar el fin de la crisis.

Mire, amigo Braulio —improvisó—, en algún aspecto ustedes han quebrado el orden institucional. Pero debo decir también que eso es una entelequia considerando el lugar en el que están. Confieso que no conocía de la existencia del pueblo, y mire que conozco la provincia, amigo. Me lamento por ello. Ya veremos qué pasa con todo eso. Por lo pronto, dejemos entrar a la policía y terminemos con esto, ¿sí?

Los peones aceptaron; tenían más promesas que años por vivir. Prasky, ya de regreso a su descanso en la pared con las manos en los bolsillos, ya no sonreía: la revuelta había sido desarmada con poco más que promesas de segunda. Se preguntó qué pensaría Porchetito tras la puerta custodiada por el corpachón de Braulio. Dio una mirada general a la sala. Un aire triste había recalado en los ojos de Ana y los peones que no se cruzaban de brazos habían vuelto a tallar el naipe para una escoba de quince. El único atado de nervios era el verdulero Raimundi, atemorizado porque alguien descubriera su radio, comenzaran las preguntas y sus respuestas delataran su logia de cazadores de objetos voladores.

El Senador fue a la puerta y ordenó al comisario enviar a su gente, que todo estaba arreglado. Los policías salieron al trote, acicateados por los gritos del jefe. Giusti pretendió avanzar pero El Senador le indicó esperar tras la camioneta hasta evacuar el lugar. Los vecinos siguieron las instrucciones de pie, desconcertados por el desenlace. Quienes sí se acercaron, prestos, fueron los tres asistentes del político.

Cuchillos, barras y revólveres pasaron a manos de un gozoso comisario, que distribuía comandos y órdenes parado junto a El Senador, con los brazos en jarra. Imperceptible para los demás, comparaba su estatura con el político. ¿Era su idea o no era tan alto como parecía? Hombre, quizás no saldría nada mal en las fotos.

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