viernes, 31 de julio de 2009

Tienes que conducir con más cuidado

LA REVOLUTA – EPISODIO 48

Al mediodía del miércoles, mientras el sol hincaba cuchillas en la tierra, Prasky abría los ojos en casa de Lopes. Había dormido ocho o diez horas y, por primera vez en casi una semana, se sentía descansado. Ya no había revolución, ni panadero estrambótico, ni discursos con guiones de Radiolandia 2000. Se desperezó un largo rato antes de vestirse y pasar a la cocina, donde el bibliotecario y Ana tomaban mate con flautitas. Se sentó en la cabecera de la mesa, como si fuera el dueño de casa. Ana presintió el momento, yo les dije.

—Qué noche...

Ana no respondió; Lopes sonrió.

—Por suerte, se acabó todo... —insistió.

Nadie dijo nada.

—...sino, no sé qué sería de esto hoy, ¿no?

—¿Vos esperás que alguien te responda?

Ana cortó el desvarío de Prasky con evidente molestia. No más revolución, Porchetito ni discursos, pensó el periodista, pero aun queda Ana.

—No, sólo vos —reaccionó Prasky—, y acabás de hacerlo. Decime un poco, ¿por qué te metiste al final? Estabas...

—Prasky... —Lopes cerró su libro, que seguía siendo Yourcenar, y cruzó las manos sobre él—: hay preguntas que no se hacen.

—Lopes, pasa que no entiendo...

Ana lo interrumpió:

—Te lo resumo fácil: tenía que hacerlo. Me dio lástima, me sentí mal por Porchetito. Eso. Punto.

—¿Y por eso te ibas a condenar vos? —se sobresaltó Prasky— Sigo sin...

—...Sí, seguís sin entender... No lo vas a entender nunca. Hacé lo que te dice Lopes: no preguntes lo que no debés.

—Puta madre, ¿qué es lo que no entiendo?

—Que acá ya estábamos condenados de antemano, muchacho —Lopes se entrometió bruscamente aunque con una sonrisa amigable y buen tono—. Eso. Mire, ahora está excitado por todo esto, pero cuando se calme un poco lo va a ver claro. Es más, no dudo que quizá ya lo haya pensado. Olvídese, piense para adelante... Y hablando de eso, ¿ya vio afuera?

—No. ¿Qué hay?

—Ah, la revolución...

—¡¿Cómo?!

—No se asuste, que Porchetto está guardado. Es otra: vinieron de todos lados. Está la compañía eléctrica poniendo los cables para la luz, no sé cuántos burócratas repartiendo bolsones con comida y ropa, y medios, un montón de medios...

—¡¿Medios?!

Prasky saltó dela silla y corrió a la entrada de la casa de Lopes. La resolana le astilló los ojos obligándolo a usar la palma de la mano como protección. Cuando acostumbró la vista, caminó despacio por la vereda, un paso a la vez, como si no pudiera creer dónde estaba ni cuanto veía. La panadería funcionaba con Carlitos al frente, que entregaba tanto flautas y bollos a las señoras y a los policías y funcionarios llegados de la ciudad como sonrisas a quien le saludara. Los dos peones que Porchetto había encomendado como ayudantes en la emergencia seguían allí, ahora asistiendo al ex Comandante Trotsky, que se había levantado más temprano que de costumbre con la simple misión de cambiar el pasado. (Su método fue un brochazo con alquitrán que halló en los fondos de la panadería: ahora en el cartel de La Espiga Roja sólo se leía La Espiga.)

El pueblo estaba revuelto, sí, pero sin Porchetito al frente de tanta movilización. La plaza había sido ocupada por camiones de exteriores, gazebos, trípodes de TV y carpas. El motor de un grupo electrógeno zumbaba a distancia de un set falso de noticiero. No muy lejos, varios periodistas conversaban, fumaban y revolvían sus cafés. Al frente, estacionado junto al bar de Doña Magarita, un trailer del Ministerio de Desarrollo Social repartía colchones, ropa, calzado y bolsas de comida a una fila de vecinos extensa, con más gente que cuanta habitaba en el pueblo. Habían montado un palco sobre la calle lateral de la plaza, la que llevaba directo a la panadería. De refulgente toldo azul, lo dominaba un micrófono de pie y estaba secundado por tres hileras de sillas de chapa.

Prasky divisó al comisario cuando ya había andado unos pasos por la placita esquivando cables y desconocidos. El policía hablaba con pasión para las radios y las televisoras. Parecía estar recién bañado, pero no dejaba sus vicios posturales —pantalones al alza, mano-lengua peinadora. Miró las leyendas de los micrófonos y luego los ploteos de los camiones de exteriores: medios provinciales. Los de Buenos Aires no habían llegado pero no tardarían en hacerlo, calculó Prasky.

Unos metros más lejos del comisario, rodeado de muchachos y chicas bien vestidos, El Senador dialogaba con vecinos. Cerca de él y más cerca del palco, grupos de burócratas trajeados se apiñaban riendo y hablando alto. Eran subordinados de El Senador, subdirectores y subsecretarios de ministerio. Cinco adolescentes preciosas sobrevolaban el grupo envueltas en remeras blancas pegadas al cuerpo con la inscripción “Por un período más de trabajo, trabajo y trabajo”. Las niñas repartían volantes y calcomanías con el rostro de El Senador entre los alumnos de Ana y los vecinos viejos sentados frente al palco.

Ya en el centro de la plaza, Prasky se plantó y giró en redondo, tomando una panorámica del montaje que había sucedido a la revolución, del vocinglerío que había roto, quizá para siempre, la armonía de Estación Alicia. Aun concentrado, no le costó identificar la voz de McManaman cuando sonó a sus espaldas.

—¿Comandente? ¿O debo decir... observador internacional?

El gringo, impecablemente vestido, contrastaba con la vestimenta arrugada de Prasky. Llevaba su Perramus en el brazo y, chispeante y jovial, parecía estar despierto desde hacía varias horas.

—Ni uno ni otro —sonrió Prasky, sin ocultar el alivio de ver a su jefe—. Era observador nacional. ¿Qué hacés acá?

—Bueno, digamos que vine a descubrir esta imitación sin sentido de la toma del Moncada. ¿Ustedes los argentinos no pueden hacer una cosa bien?

—No hagas de esto un asunto internacional. ¿Cómo supiste?

Tras la sorpresa inicial de sentir tu nombre mencionado en una proclama revolucionaria por radio —McManaman detuvo con un gesto a una jovencita que repartía café—, me puse a pensar cómo habías acabado aquí. Debo decir que vine con la duda de tu conversión al marxismo —tomó un vaso plástico para él y extendió otro a Prasky—. Oh, ¿o debo decir “marxianismo”? En fin, dudé hasta que llegué aquí y algunas buenas personas me contaron todo. Tienes que conducir con más cuidado —se burló.

—Si sólo fuera eso... —pasó Prasky— O sea que al final resultó lo de la radio.

—A su modo. Apareciste en medio de un discurso ridículo con un tipo diciendo que al pueblo lo habían tomado los marcianos. Ahora que lo digo no sonaba tan ridículo sino redundante: extraterrestres comunistas. Todas las radios pasaron eso. You know, no podían perdérselo. Todavía están hablando del tema en Buenos Aires. Deben estar por llegar los de Crónica y TN en poco tiempo. Este país no deja de sorprenderme; tal parece que al final Argentina tuvo su propia revolución a medida.

—¿Y eso por qué? —quiso saber Prasky, más por diversión que afectado por el sarcasmo de McManaman.

—Aislada, en el campo, fracasada. Ah, y liderada por un marciano —rieron ambos—. En fin, ¿te quedas a la manifestación populista? —indicó con la cabeza hacia el palco.

—Me quiero ir cuanto antes. ¿Viniste en auto?

—Sí, pero no creo que te haga falta. ¿Has visto el tuyo?

—Debe seguir en la cuneta.

—Pues no. Estos —McManaman apuntó otra vez al grupo del palco— son eficientes cuando quieren. Tus funcionarios —puntualizó— hoy buscan dar buena imagen, así que, por alguna orden de alguien que no tengo el gusto de conocer, ya están terminando de repararlo. Mira allí, delante del camión donde están cazando votos, el del Ministerio.

Prasky distinguió el Fiat estacionado.

—Puta, necesité una revolución para que me atiendan. La próxima te la hago a vos, así me das más pelota.

—No sueñes. Nosotros hemos resistido años cosas más organizadas que ésta. Cualquier tontería que hagas se queda corta. Aparte, seguro que te sale mal, je. Mira cómo terminó ésta. Eres argentino y basta.

—En fin, ¿te quedás?

—No, ya ví que estás vivo y que no te has vuelto marxista leninista, lo cual es un alivio porque al menos no te volviste demodé. Me vuelvo a Buenos Aires ahora. Ya me contarás todo en detalle.

—Viajo cuando tengan listo el Fiat.

Se dieron la mano y McManaman giró para irse; se detuvo unos pasos más adelante.

—Oh, listen, olvidé decirte que llamaron el viernes a la tarde los de la semillera: suspendieron el acto el mismo día porque no les llegaron unas peceras con soja que tenían que enviar de Buenos Aires. Una lástima. Nos vemos, observador nacional.

Prasky no prestó suficiente atención a las palabras de McManaman: si lo hubiera hecho debería haberse preguntado acerca de qué había exhibido entonces en sus peceras. El inglés se subió a un coche de Avis y aceleró sin volver la vista a la plaza ni al pueblo, como si quisiera dejar atrás el lugar sin nada pegado a su piel.

SIGUIENTE ›› UNA LARGA PREPARACION PARA NADA

ANTERIOR ‹‹ ROSADA

 
© Diego Fonseca Licencia Creative Commons ::: © 2008 - [ village ] diseño de doxs | templates