jueves, 9 de abril de 2009

La bicha

LA REVOLUTA - EPISODIO 42

El runrún del tractor no fue extraño para los vecinos: Dugoni era uno más en el pueblo. Años llevaba trabajando la tierra con su viejo John Deere, yendo y viniendo por esas calles de Dios. Por eso el ronroneo expectante en de su bestia verde en una esquina de la plaza, a metros del bar de Doña Margarita, no significó nada. Para todos, Dugoni estaría viendo qué pasaba en el pueblo. Nada más la asamblea de viejos sentados en la plaza era suficiente espectáculo. Los locos de la panadería valían de postre.

Sin embargo, quienes sí atendieron al sonido de la máquina fueron El Senador, el comisario, Giusti y sus hombres. Los policías se revolvieron pero fue Giusti quien los calmó aclarándoles que no era más que un contratista de la zona.

Un viejo loco —decidió—. No le den pelota.

Giusti siempre elegía esa frase para referirse a Dugoni, aunque también la aplicaba a cualquiera que no comulgase con su visión de las cosas. Lopes estaba loco porque tenía biblioteca. El pueblo estaba loco porque seguía allí. El aire estaba loco porque enloquecía al pueblo. Sin embargo, nada más la locura de Porchetito se había manifestado para confirmar su impresión.

Para Dugoni, en cambio, el estanciero era un hijo de puta cabal. Cuando comenzó a rentar los campos, sus asociados llegaron provistos de máquinas modernas y nuevos aparejos para cosecha. El viejo se quedó de a pie. Dugoni se peleó con algunos capataces y les hizo saber que se las cobraría con Giusti también por, dijo, cagón y comemierda. Recién pudo hacerlo cuando logró meter al estanciero en una encerrona. Ocurrió en un camino rural que salía de uno de los campos del estanciero. Dugoni se había escondido con su John Deere detrás de un montecito de paraísos, aguardando que el estanciero concluyera su visita a la estancia. Cuando la F100 de Giusti asomó por la boca del camino, le tiró el tractor encima.

La Ford acabó en la banquina, con tanta mala suerte que la puerta del conductor se atascó con el impacto y el peón bigotudo quedó atrapado dentro de la camioneta. Giusti quedaba a su suerte. A su gordo el aire caliente le saltaba a mares por las fauces abiertas. Cualquiera podría haberse intimidado con él, pero no Dugoni, capaz a su vez de tumbar, borracho, un novillo en una yerra. El viejo aprovechó la desprotección de Giusti, bajó del tractor y lo insultó mientras sacudía ante los ojos del bigotón una barreta para hacerle saber que también habría para él si se hacía el sotreta.

Dugoni había estado bebiendo en el bar de Doña Margarita y se embaló cuando un par de peones calientaorejas empezaron a contar los fabulosos negocios que Giusti hacía con los porteños.

Hace la plata en pala, hace...

¡Viejo ‘e mierda! —montó en cólera Dugoni, afectado por la insidia— ¡¡le vua dá hacé guita a mi costa!!

Dejó el lugar moviendo a la carrera sus ciento cincuenta kilos y encendió el tractor con la misma premura. Pero el John Deere no avanzaba a la misma velocidad que su incordio y recorrió el camino hasta el campo de Giusti con paciencia de burro. Ni esa parsimonia andariega calmó al gringo, que cubrió todo el trayecto alimentando la saña, dando puñetazos al volante e insultando a destajo.

Finalmente frente a la camioneta, borracho pero bravo, Dugoni se bajó el cierre del pantalón y meó por la ventanilla. El bigotón y el estanciero hicieron lo imposible por cubrirse pero la orina les entró hasta por la boca. Dos segundos después Dugoni descargaba más furia a barretazos sobre el techo de la F100.

¡Porca miseria! ¡Porca miseria!

Cuando ya no restaba prácticamente un centímetro de chapa por abollar y el cansancio le había tomado el cuerpo, Dugoni se bajó los pantalones y los calzoncillos y defecó en el piso. Después, aun con los Pampero en los tobillos, se agachó, juntó la mierda del piso y la lanzó al rostro de Giusti y el bigotón.

Entre risas e insultos, eso mismo había recordado ahora Dugoni en el viaje con Braulio hacia el pueblo. El peón iba apeado en el estribo de la cabina del John Deere explicando al viejo la idea de Porchetito de tomar los campos. A Dugoni, la mera idea de dañar a Giusti, alcanzaba para movilizarlo. Se sumó entusiasmado a la banda de revoltosos y de lo único que se lamentó fue de no haber estado en el momento en que la revolución había tomado prisionero al estanciero.

Me hubiera encantao miarlo otra al culiao ese... —dijo ya haciendo guardia con Braulio en la esquina del pueblo.

Aura vai a podé... —le festejó el otro— ¿‘Tamo listo, che?

sí, ¿?

Soy un soldadito. ‘Tonce... ‘vamo.

Dugoni aceleró y el motor del tractor lanzó un ronquido estruendoso y una bocanada de humo saltó por el escape lateral. El viejo enfiló la máquina hacia la panadería con la misma velocidad de tortuga de siempre.

¡¡¡¡¡Giustiiiii!!!! ¡Reverendo hijueputa, te vamo a cé recagá!... —provocó Dugoni— ¡¡¡Giustiiiii!!!

¡Devolvé lo campo, culiao! —se sumó Braulio— ¡Devolvé lo campo!

Nadie permaneció indiferente. El pueblo completo, los policías, el estanciero y El Senador se volvieron sorprendidos hacia el dúo del tractor y aun estaban consternados identificando quiénes capitaneaban la máquina cuando las ruedas del John Deere, avanzando por un costado de la calle, se subieron al auto del secretario de El Senador. El sedán quedó abollado como una lata de cervezas.

¡¡El auto!! ¡¡El auto!! —se desesperó el comisario.

¡¿Qué auto, pelotudo?! —tronó El Senador—. ¡Agarrame a esos dos inmediatamente, la puta que te parió! ¡Ese auto me sale de los viáticos, carajo!

La respuesta del oficial fue previsible:

¡¡Tiren!!

¡¡Noooo!! —el secretario se plantó frente a los fusiles de los agentes y los capataces del estanciero con los brazos en alto—... ¡¡Senador, no!! ¡¡La prensa!!

Mientras Doña Margarita repetía “mi Dios, mi Dios” y los pueblerinos habían dejado sus sillas para seguir la controversia, El Senador se recompuso haciendo gala de su pragmatismo automático.

¡Comisario, pare! ¡Ni una bala!

¡¿Y cómo quiere que los paremos?! —se quedó el petiso, indeciso.

No sé, pelotudo, pero tiros no. —lo conminó El Senador, cubierto ya a las espaldas de sus tres asistentes— Invente algo, que para eso es policía.

Giusti, en tanto, insistía a sus peones que siguieran encañonando a Braulio y Dugoni que, extraviados, disfrutaban viendo al John Deere ir y venir sobre el coche del secretario.

¡Juá, qué quilombo que estamo’ haciendo, Dugoni!

¡¡¡Giustiiii!!!! ¡te vua dá dejame sin trabajo!

Entonces, el policía de las zapatillas sin cordones y uno de los gordos, soltaron sus armas y corrieron al tractor para tomarlo por asalto. Braulio los vio llegar y no le costó rechazarlos con la pierna libre del apero. Pero pronto otros dos se sumaron a la carga, seguidos de los peones del estanciero y los demás policías que aun quedaban con las armas en las manos.

¡Braulio, ahora! —gritó Dugoni— ¡Ahora!

Con agilidad de gacela, el peón se estiró dentro del John Deere y volvió a aparecer con las manos cargadas de bosta fresca de vaca. Le estampó una torta en el rostro a un policía y empezó a repartir bandazos a diestra y siniestra, imitando a Dugoni cuando emboscó a Giusti.

La bosta voló sin descanso impulsada por el brazo fuerte de Braulio. Giusti recibió un paquete oloroso a la distancia sobre la boca, la nariz y los ojos y a los asesores de El Senador la mierda les cubrió todo el cuerpo mientras procuraban escudar al jefe. El comisario fue el único que logró evitarla zambulléndose bajo la F100.

¡Tomá mierda, viejo culo roto!

Cuando Braulio notó que se quedaba sin parque, dio un aviso al gringo, que forzó la marcha del John Deere hasta quitarlo de encima del auto. El tractor dio un respingo y los policías que a duras penas se sostenían del estribo evitando los bombazos orgánicos del peón se desparramaron por el piso. Braulio entonces descargó un enorme bidón con suero de cerdo, el mismo en el que había caído Prasky cuando su Fiat lo abandonó.

Pero la batalla estaba lejos de acabar inclinada hacia el bando revolucionario. En el desconcierto, el comisario había logrado escabullirse de su escondite bajo la camioneta y, con un veloz movimiento, impropio de su físico rechoncho, lanzaba a dos manos una enorme torta de bosta que recogió del piso de la plaza.

El parabrisas del John Deere quedó cubierto y Dugoni perdió la visual. El viejo aminoró la velocidad mientras procuraba limpiar el vidrio con una mano, pero ya el tractor había perdido la línea y enfilaba hacia la panadería. En menos tiempo del pensado, los policías aprovecharon el descuido, treparon a la máquina y consiguieron ingresar velozmente a la cabina. Braulio se les escabulló pero Dugoni quedó librado a su suerte con dos agentes colgados del cuello.

Sin control, el John Deere dio un barquinazo, terminó de torcer el rumbo, subió a la vereda de la panadería y, antes de acabar frenado por los policías justo frente a la casa de Lopes, destrozó las peceras con la soja y los gusanos.

El comisario fue el primero en dar el grito de alarma.

¡¡¡La bicha!!! ¡¡¡Soltaron la bicha!!!

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