jueves, 19 de marzo de 2009

Vientos y mareas

LA REVOLUTA – EPISODIO 39

Ana lo miró varias veces a la distancia. Lo veía ir y venir en su ajedrez con el panadero. ¿Qué empujaba a Prasky a involucrarse? Era un recién llegado, sin lazos ni necesidades con los habitantes del pueblo. Y, más aun, quería volar desde que puso un pie en el guadal húmedo. Y cada vez que lo veía un juego de marea y contramarea se desataba en su pecho. ¿Qué deuda estás terminando de pagar, Ezequiel Prasky?

Apenas lo vio terminar una de las tantas partidas dialógicas con Porchetito, lo llamó. Prasky no demoró en llegar a ella pues deseaba salir del mareo a que lo sometía el humor cambiante del jefe revolucionario. Ni bien llegó levantó las cejas como señalando tras de sí.

La maestra no esperó saludos.

—¿Qué estás haciendo, Ezequiel?

No había molestia en su voz. Apenas una duda urgente y real.

—Creo que no te entiendo, Ana —respondió el otro, tontamente.

—No soy Porchetito. Conmigo no.

Prasky sonrió.

—Nada.

—No jugués conmigo. Nada tampoco: primero el viaje de Braulio, después armar esos... —no hallaba la palabra para denominarlos— cajones de vidrio con... gusanos. Ahora te ocupás de seguir al detalle cada movimiento de Porchetito. No, nada no es lo que vos hacés.

¿Debía decirle la verdad? ¿Podía confiar completamente en Ana? Si lo hacía, ¿no le molestaría que deseara escapar de allí a cada segundo? Ella ya había negado voluntad, pero Prasky no estaba demasiado convencido de que la maestra no tuviera su propia agenda. Eso de no querer irse ya del pueblo. Vamos, ¿quedarse a morir día a día en ese páramo?

Nada —insistió.

Ana lo regañó con la mirada por unos segundos. Prasky no pudo sostenérsela y, al cabo, respiró hondo.

¿Cómo marcha todo por acá?

Nada.

Oh, no, vos no...

¿Qué tal suena?

El periodista agachó la cabeza, movió el pie en el piso removiendo harina acumulada. Miró a la puerta. Porchetito movía la cabeza de un lado a otro decidiendo si dejaba entrar a El Senador. El político gritaba algo desde afuera y él se reía.

Parece que se está divirtiendo —dijo Prasky para escapar del acoso de Ana.

Ella no le respondió. Seguía inmóvil sin quitarle los ojos de encima. Parecía tener la tendencia de regañar a los demás como a sus alumnos.

Ufa, Ana...

Ufa... nada.

Ok, ¿qué querés saber? —se dejó vencer Prasky—. Te digo a cambio de que no volvamos al tema.

¿Por qué lo estás ayudando? —señaló a Porchetto, que volvía a gritarle a El Senador que debía desnudarse completamente—. ¿Por qué nos estás ayudando?

La miró a los ojos y sonrió. Como en casa de Lopes, volvió a sentir que le gustaba esa mujercita. Y era algo más allá de sus caderas y pecho, de la belleza dulcemente salvaje que había adquirido su rostro en el campo. Tenía que ver con su voz, con su respiración, con el modo en que se le caían las palabras de la boca, las cosquillas que le provocaban sus carcajadas de equino.

Lástima.

¿Lástima? ¿Nos tenés lástima? —Ana parecía defraudada.

Ahora fue Prasky el que no dijo nada y le mantuvo la mirada. Ana comprendió de inmediato.

Oh... ¿qué pasa con tu vida, lindo?

El muchacho vaciló. ¿Por qué confiar en ella? Había jugado consigo mismo. Evitó develar el real motivo de su auxilio a la revolución —la imperiosa necesidad de tomarse el palo del pueblo— pero el reemplazo no había sido mejor. Allí estaba, desnudo de alma ante la maestra, sin otra escapatoria que hablar de sí.

Mi vida es un verdadero quilombo. No quisiera abundar en detalles de algo que me tomaría toda una vida contarte. Te lo voy a poner así: como muchos de mi edad, generación, clase y lo que quieras, desde ciudad a país, no sé muy bien dónde estoy parado y hacia dónde voy.

No te sientas tan mal, creo que eso le afecta a todos. Incluso a Lopes. ¿O —señaló otra vez a Porchetito— creés que él sabe bien qué está haciendo?

Prasky sonrió.

Me importa poco qué sepa o no Porchetito.

Pues en estos momentos, amiguito mío, debiera, porque si no me equivoco sos “observador nacional” de esta revolución —se burló Ana—. Ahora, en serio, ¿me querés contar o no?

El porteño se rascó la barbilla y miró a los lados. La piecita donde dormía Porchetito, y donde horas antes él y Giusti habían sido recluidos, estaba vacía. El panadero seguía discutiendo con El Senador —le pidió que se sacara los zapatos y los arroje hacia su vereda y que se quite las medias y las ate como vincha— y los peones, sin Braulio, ya llevaban tres campeonatos de truco a partido, revancha y final. Prasky tomó a Ana del brazo y la condujo al cuarto. Cerró la puerta tras de sí.

Resumió su vida a grandes trazos, procurando centrarse en lo esencial, aquello que lo describiera de mejor modo. Sus padres fallecieron cuando era pequeño y fue criado por sus abuelos en Entre Ríos. Estudió la universidad en Buenos Aires y empezó a trabajar en un periódico como cronista deportivo. Un día le dieron una suplencia de verano en la sección de economía, le gustó y se quedó allí. Al tiempo empezaría con la revista de biotecnología, adonde llegó por un colega que lo recomendó. Con su jefe, contó, se llevaba bien. Hasta podía decirse que eran amigos.

Tuvo una novia por cinco años que se cansó de su falta de compromiso. Ella quería casarse y tener una familia; a él lo derrumbaba el futuro del planeta. Llegado a este punto, Ana lanzó una carcajada muy suya y Prasky se avergonzó. Exactamente así, dijo, era como reaccionaba su ex novia cuando él le decía que traer un niño al mundo con el calentamiento global en auge era una irresponsabilidad. Más aun, un crimen.

Mi querido Ezequiel —le acarició Ana las mejillas—, sos un tierno. ¿No se te ocurrió pensar que tendrías que pensar una mejor excusa, mi alma?

Pero es que... ¡es en serio!

Ana volvió a reírse.

Te lo juro. ¿Vos sabés que a este planeta le queda poco tiempo?

Más risas.

Los pingüinos no pueden vivir ya en la Antártida, quedan menos osos que nunca en el Ártico, y ¿vos te diste cuenta cuánto talan del Amazonas cada año? ¡A Buzios se la traga el Atlántico!

Ana se arrojó al piso: quedó pintada de blanco. Un peón se asomó por la puerta, atraído por los gritos; Prasky lo hizo desaparecer con un gesto de molestia y permaneció callado, contemplando a Ana, que poco a poco fue dejando de revolverse.

Ay, Dios... Perdoname —dijo ella—. Es que... —volvió a reír— Hacía mucho que no escuchaba una fuga tan graciosa.

Prasky había comenzado a darse cuenta de su respuesta —la actual y la que daba a su antigua pareja—, como si de repente una nueva biblioteca para interpretar su vida se hubiera abierto frente a él.

Dejá —respondió resignado—, creo que tengo que revisar bien qué hice. Pero de veras que los pingüinos me preocupan. No es joda. No, no te rías —Ana prometió que no lo haría si él no insistía con el tema. Acuerdo.

La maestra se sentó otra vez a la pequeña mesita.

¿Por qué no me contaste todo esto antes?

¿Acaso hubo oportunidad? —se defendió él—. O bien, ¿acaso debía hacerlo, correspondía?

No, es cierto, pero me habrías hecho quererte más rápido —dijo ella, con la cara iluminada, y lo besó.

Prasky aceptó sus labios y se puso de pie, tomando la silla con una mano. Retrocedió con Ana pegada a él hasta la puerta y apoyó el respaldo en el picaporte. Se desnudaron velozmente y se entregaron sin pausa. Sus gemidos fueron cubiertos por los soldados de la revolución —¡truco! ¡retruco, carajo!— y por las demandas de Porchetito Marx, que en ese mismo momento conseguía imponer su última demanda y gritaba a los cuatro vientos que la revolución de Estación Alicia, contra viento y marea, había logrado poner en pelotas a El Senador y que el político la tenía más chica que él.

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