Lomo sobado
LA REVOLUTA – EPISODIO 40
El Senador retornó de la calle hasta el grupo tras la camioneta. Caminaba con paso decidido. Terminó de meterse la camisa dentro del pantalón y abrocharse el cinturón a un par de metros de la F100. Miraba alternativamente hacia los conjurados, los viejos de la plaza y el piso, procurando pisar firme en medio de la oscuridad. Su secretario lo escuchaba reír bajo y llegó a creer que su jefe había perdido la cabeza. Lo de desnudarse, vaya y pase, pero que le hicieran toquetearse como una bailarina exótica le resultaba intolerante.
—Listo, caballeros —dijo ya en el grupo en un tono que no traslucía vergüenza—, esto queda arreglado en minutos.
—Senador —preguntó completamente anonadado el secretario—, ¿qué fue eso de bajarse todo y toc...?
—Nada, nene, nada —lo censuró en voz baja—. Estrategia pura, pipi. Tenía que dejar que supieran que podían manejar la situación. Yo no me bajo los lompa por cualquier cosa.
—¿No va a necesitar escolta para ir adonde estos chiflados, señor? —intervino el comisario—. Me ofrezco a acompañarlo hasta la panadería y cuidarle las espaldas. Me corresponde, además. No debiera ir con estos desacataos así como así. Quién sabe qué carajo tienen ahí dentro...
—No se preocupe, comisario. Son pichis. —Y dirigiéndose a su equipo— ¿Qué más sabemos de los medios?
—Me acaban de llamar algunos. Van a estar acá mañana por la mañana —dijo el flaco que había permanecido todo el día en Estación Alicia.
El Senador insultó de un modo casi imperceptible.
—¿No pueden mandar nadie para esta noche? Carajo, ahora sí necesito que se apuren. Nos vendría bien hacer un adelanto provincial... A ver, lo mejor sería salir en la última edición de la televisión ahora y que empalmemos después con los matinales de la radio y la tele.
—No tienen gente —informó el secretario—. Un canal dijo que iban a comentar algo y otro que tenían que ver si se caía la nota de la mujer de ochenta años que tuvo un bebé en su casa. ¿Se acuerda? —sonrió con malicia— Nuestro último éxito: su mejor subsidio, su mejor foto y la mejor cobertura del año, Senador.
—Sí, pero no se puede vivir del pasado, querido... Por favor, no dejés de decirles a estos maricones de los medios que estén atentos. Desde ahora, tu tarea es meterle, cómo decirlo... meterle tensión dramática al asunto. Ah, y asegurate de que no se hable de la bajada de pantalones entre esta gente...
—Hecho — dijo el secretario.
Giusti había permanecido hasta entonces en silencio siguiendo la conversación, pero ahora necesitaba sacarse la espina.
—Perdón, pero... ¿escuché “medios”?
—Medios —respondió El Senador, mirándolo con alguna displicencia—. Necesitamos que esto se sepa.
—Me parece que no —lo contradijo el estanciero—. Si hay lío en la prensa hay problemas en todos lados, eso lo sabe. Esto va a ser un gentío. Con el quilombo que tenemos ya me alcanza.
—No se preocupe, Giusti —procuró calmarlo el político—. Nada malo va a pasar.
—Senador...
Giusti quiso seguir, pero el otro dio medio vuelta y se retiró a conversar con los dos asesores que viajaron con él al pueblo. Al estanciero le subió la temperatura y salió a buscar a la desesperada al secretario. Lo encontró entre el gentío, ocupado en convencer a las viejas y viejos de Estación Alicia que aquella persona que unos minutos antes exhibía una exclusiva danza erótica no era su jefe, sino él mismo. Considerando la escasa vista de los ancianos, no era un argumento insustancial.
El estanciero lo separó de la gente tomándolo con firmeza por el brazo.
—Escuchá, pibe, mejor que sepan esto —encaró con firmeza, midiendo el tono para no gritar—: un lío en los medios pone a este pueblo en boca de todos y yo tengo negocios que proteger. Mis socios en Buenos Aires no van a estar nada contentos viendo que la guita que pusieron aquí está en medio de un lío por un pelotudo que se cree el “Che” Guevara.
—Todos tenemos problemas que atender, señor —dijo el muchacho, cortante; estaba entrenado para romperse pero no doblarse si eso implicaba arruinar los planes de El Senador.
—¡Y los míos son los primeros, carajo! —estalló entonces Giusti— ¡¿A quién quisieron joder acá?! A usted no. ¡Fue a mí, y de no ser por eso, usted ni habría venido!... —bajó el tono, pero no la inquina— No me diga que sus problemas son mayores que los míos porque la cosa así no camina. Ya suficiente esperé con el payaso del comisario para que ustedes ahora me quieran llevar de las narices adonde no quiero... ¡Mierda!
Entonces volvió a acercarse El Senador, que lo habia seguido a la distancia desde el mismo instante en que el estanciero corrió tras su ayudante.
—¿Cuál es el problema, Giusti? —dijo, y no fue amistoso.
—No se porte como que no sabe nada, que usted no es boludo... —ofendió.
El político mantuvo el temple.
—No soy ni me hago, pero sí creo que usted anda un poquitín alterado. Venga, venga conmigo.
El Senador invitó a Giusti a seguirlo hasta el Falcon estacionado. Subieron y conversaron durante un espacio de varios minutos. El estanciero pasó de la gesticulación profusa del principio a un énfasis cada vez más apagado hasta concluir en una calma extraordinaria. Cuando bajaron, el estanciero dio la mano a El Senador, se fue con sus peones y el político con su gente.
—¿Asunto arreglado? —quiso saber el secretario.
—Asunto arreglado.
—¿Cómo?
—Un poquito de lomo sobado nunca viene mal... El problema de él es que los socios porteños se caguen si ven el despelote en los diarios o en la televisión. Dice que se le están venciendo un par de contratos de siembra en estos días y además tiene problemas para proveerles de semilla por no sé qué.
—¿Entonces?
—Simple, si hay lío en los medios lo convencí de que hablara con ellos. Que hiciera ver a sus socios que el problema no es de él. Que sólo estuvo, digamos, preso de las circunstancias. Y que si esto pasaba era por los malos salarios que ellos pagaban.
—¿Salarios? ¿No es Giusti el que los paga?
—Claro, pero con la plata de ellos. Me parece que el tipo muerde algo ahí porque los porteños no le prestan demasiada atención a esto. Si sale que los peones están enquilombados le dije que él parara todo dibujándoles la cosa, mintiéndoles a los socios. Mintiéndoles... —El Senador elevó los ojos al cielo y se corrigió— Diciéndoles que era porque necesitaban más dinero. Parece que es poca plata, de última.
—¿Con eso lo arregló?
El Senador se acomodó el nudo de la corbata.
—Uh... No, prometí meterle a la hija en el Ministerio de Desarrollo. Parece que es buena piba y ahí siempre caen las minitas de arreglo. Y a él le ofrecí un espacio en la lista de diputados para la próxima elección. Los provinciales, ojo, no los nacionales.
Sus asesores se miraron confundidos. El Senador nada más les indicó que lo siguieran.
—Vamos a ver qué pasa con estos loquitos de la panadería.
Caminaron todos hacia la camioneta hasta que el jefe se detuvo de repente y dio media vuelta. Sonreía.
—Puesto treinta y dos —dijo—. No sale ni mamado.
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