Tragedia y farsa
LA REVOLUTA – EPISODIO 36
Ni Prasky ni Porchetto distinguían mucho qué sucedía en la plazoleta y eso alimentaba la tensión de ambos. Sin embargo, al interior de La Espiga Roja Revolucionaria, el ambiente era distendido. Los peones habían pasado del silencio al griterío del truco y los rebuznos del envido. El Comandante Marx pensó en mandarlos a callar y reclamarles que guardasen la compostura. ¿Adónde se vio a un revolucionario a grito pelado peleando por una buena mano con la policía pertrechada al otro lado de la calle? Desistió cuando un flaco peleón del grupo de Braulio empezó a echar cartas sobre la mesa, reventando a la pareja contraria con envidos y real envidos más que bien cargados. Esas rachas, se dijo Porchetito, no hay que cortarlas.
Fue Prasky el que lo sacó de allí.
—Creo que era así —dijo, y recitó—: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos...” ¿pero?...
—...
El porteño vio literalmente al Comandante Marx tragarse la vergüenza y la incomodidad de una vez. Se había quedado picado de la charla anterior, cuando Porchetito Marx lo provocó con una pretendida clase de marxismo y se fue al mazo apenas él devolvió el convite. Fue por otra, más por deseo que burla. De tanto en tanto insistía en querer hallar en el jefe de la revolución una cara distinta a la zozobra y la confusión. Necesitaba saber que tenía los nervios templados hasta para la provocación callejera. Lo que vendría después, suponía Prasky, no sería una fiesta para los revolucionarios de Estación Alicia.
—Esta es conceptual, Porchetto: los grandes hechos y personajes de la historia se repiten... ¿cómo?
Porchetito se revolvió nervioso; pasó la lengua por los labios.
—Vamos —lo animó Prasky.
—No tengo buena memoria, Prasky —mintió, escondiendo la mirada en el piso de la panadería.
—Déle —insistió el otro.
—Por favor...
No hizo falta más. Prasky aceptó compadecerse y reservarse sus deseos. Le dedicó una última mirada, asintió con la cabeza —¿resignado, vencido, conforme, superado?— y se marchó a conversar con Ana. Porchetito no se movió de su sitio al lado de la puerta de La Espiga Roja Revolucionaria, oteando semioculto el parque del pueblo. Prasky volvió a los pocos minutos; cruzaron miradas y esta vez el panadero lo recibió con una mueca por sonrisa. Se sentaron en el piso con las espaldas contra la pared, en un silencio prolongado. De cuando en cuando, el periodista se hacía señas con la maestra. A Porchetito le caía simpática Ana y el juego lo relajaba también a él.
—Prasky... —habló finalmente, con una sombra inicial a duda en la voz— ¿A usted se le ocurrió que iba a acabar en esto?
La pregunta no escondía trampas; era directa y honesta. ¿Era posible que este hombre que empujaba a una pandilla de analfabetos a una suerte que podría ser capital para sus vidas, navegase tan livianamente entre el fastidio y la necesidad de autoafirmación, el enojo y el buen talante, la duda paranoica y, como ahora, la credulidad naïf?
—Ni en sueños —dijo Prasky, también sin agresividad—. Aunque acabar es decir demasiado: apenas le di una mano con las peceras, che.
—Vamos, algún cariño le debe tener...
—Noooo... Ni en pedo. Aunque me sigue llamando la atención que se meta en algo así sabiendo que pierde, insisto. No me como lo del romanticismo bolche. Bullshit, viejo, huevadas. Si lo ayudo es porque debe ser que me resulta simpático coquetear con la derrota.
—Ánimo, Prasky, no se de por vencido —se entusiasmó el panadero otra vez, sin causa aparente—. A esto lo ganamos con un poco de esfuerzo. ¿Qué ve?
Prasky volvió a asomarse desganado.
—Nada de nada. Están todos amontonados detrás de la camioneta.
—Hummm.
—Ahá.
—¿Sabe? Me parece que aunque les hayamos sacado ventaja con la soja tenemos que inventar algo.
—¿Algo como qué?
—Levantar la jugada. Algo, hacer algo.
Prasky dijo que no tenía una sola palabra en mente; Porchetito respondió que él tampoco tenía nada que aportar. Pero entonces ocurrió lo impensado: intervino Braulio. Él sí tenía un par de cosas que decir, dijo. Los había estado escuchando y ahora se acercaba a ellos.
—Oiga, Mars, ¿no le parece que ‘tamo un poco tieso acá? —empezó— La tropa se mianda aburriendo como la concha ‘e la lora, macho. Iá ni el truco le va a alcanzá en un rato. ¿Qué vai a hacé, che?.
—Estamos debatiendo eso con Prasky, precisamente... —Porchetto simuló un tono marcial que no se correspondía con su físico o personalidad e incluyó al porteño en el plan sin que éste dijese nada—. ¿Usted tiene algún aporte? —sugirió, desprovisto él mismo de soluciones perentorias— Dígalo, con confianza. Esto es una revolución, todos opinamos... Ejem.
Braulio se rascó la nariz; después se quitó una gorra que llevaba puesta e hizo lo mismo con la cabeza.
—Como plan no sé, pero se mihace que a esto lo corremo con un cacho ‘e lío, che.
Porchetito Marx miró a Prasky. El periodista hizo una mueca; no perdía nada con escuchar.
—Explíquese —ordenó el Comandante Porchetito.
—Lo muchacho y ió, cuando salimo, vimo a Don Dugoni en el campo. Andaba arando uno potrero. Preguntó qué carajo hacíamo por ahi y le dijimo...
—¿Cómo que le dijeron? —protestó Marx— ¡Tenían que ser discretos, Braulio!
—Ma’ qué discreto: ¿a quién le va a andá cotorriando Dugoni en medio de la pampa? Ademá, é un viejo má loco que usté, nadie le cree. Bueno, el asunto é que se calentó.
—Como para que no, si le dice que vamos a tomar los campos —se quejó el panadero—. Creyó que se queda sin trabajo. Ay, Dios...
Braulio interrumpió:
—Mars, no hable si no sabe: Dugoni se calentó con los tipo de la semiyera. Nosotro le dijimo que íbamo pa’ aquel lao. Él fue el que nos ievó hasta la planta, o no iegábamo en ochenta año. ‘Tá caliente con eios porque le hizo uno trabajo y lo tienen dando vuelta con el pago hace mese.
—¿O sea? —Porchetito tenía la insana manía de apurar definiciones de los demás cuando él era incapaz de dar las suyas.
—Bueno, que a Dugoni si le mojamo la oreja arma un liazononón...
—¿Tan liero es? Me pareció un hombre tranquilo —intervino Prasky.
—¿Qué no? —se rió el peón— Dugoni se cagó a trompada cuando Giusti empezó a alquilá lo campo. Uno tipo de Buenosaire empezaron a traé máquina y a él no le gustó ni medio eso. Esa vé sí lo dejaban sin laburo. ‘Tonce lo fue a buscá al campo y se la agarró a piña con dó o tré coso de esos. Bah, no sé, capá que era uno solo, pero él dijo que eran tré. O cuatro. El asunto é que lo dejó ‘e cama a lo otro pesado. Viejo jodido, che. Curtido, se la banca bien Dugoni.
—¿Y piensa traerlo a Dugoni a pelear con la policía? ¿A las piñas? —interrogó Prasky, sin comprender bien el final del plan.
—No, qué piña, no seai huevón, porteño... Lo traemo con el Ión Dir.
—¿Ión Dir? —el periodista no entendió.
—John Deere, el tractor —tradujo Porchetito.
—Mirái... —dijo ahora Braulio, señalando por la ventana de la puerta— Mirái atrá ‘e la placita. ¿Ven el caminito que viene de aiá? —Braulio señaló a la derecha indicando la calle que pasaba frente al bar y hostal de Doña Margarita—. Aura no se ve mucho como pa’ que lo distingan, pero Dugoni conoce el pueblo como la palma ‘e la mano. Lo puedo hacé entrá por ahi, por esa caie.
—¿Para qué? —insistió ahora el panadero— Todavía no entiendo...
—Pacé quilombo, Mars, ¿paqué va cé?... ¡‘Tamo todo acá sentao al pedo como si fuéramo a misa! Si vai a devolveno lo campo tené que meté un par de mano pa’ chicotiarlo o esto coso nos van a cagar a balazo.
—¿Y qué quilombo puede hacer Dugoni con el tractor? —buscó precisar el Comandante.
—No sé, dejame pensá. Ió puedo í a buscalo. No ‘tá lejo de acá. Mientra voy pa’ aiá pienso. ¿Qué decí?
El Comandante Marx miró a Prasky buscando una respuesta que el otro no tenía. Volvió a hablar con el peón.
—Pero Dugoni no sabe de la importancia de la revolución...
—Puta, como si alguien supiera lo que te traé, culiao. Ió nunca fuí a la ecuela y vó me hablái de revoluta. ¡Qué calienta, loco! A esto le quitamo lo campo si hacemo quilombo, nada má. É eso o no é nada, ¿cazá? Vó ponele el nombre que querái, pero lo único que no va a dá la estancia é el lío que podamo armá...
—Pero toda revolución necesita convencimiento, Braulio... Usted...
—Ió las pelota... Vó no prometiste lo campo y eso é lo que vamo a buscá. Voy a velo a Dugoni. Ustede pérense acá.
Braulio se incorporó y salió hacia el fondo. Habló con unos peones; Prasky y Porchetito siguieron sus señas. Los peones asintieron y Braulio salió por el patio.
—“Como tragedia y como farsa” —dijo Prasky, que había seguido toda la acción.
Porchetto lo miró extrañado.
—No entiendo, ¿qué es?
—Nada, me acordé de un chiste.
—Ah.
—“Los hombres no hacen la historia a su libre arbitrio sino bajo circunstancias legadas por el pasado”... ¿Era así?
El Comandante Marx creía reconocer esas palabras de algún lado. O no. Maldijo su memoria.
—¿Otro chiste?
—Otro —río el periodista—. ¿Quiere escuchar uno más?
Porchetito no hizo nada y Prasky entendió la ausencia de gestos como una sugerencia positiva.
—“La tradición de las generaciones muertas oprime como pesadilla el cerebro de los vivos”. ¿Qué tal?
—¿Vio acaso que me ría?
—Vamos, Porchetito, es nada más que...
—El 18 Brumario.
—¿Lo sabía? —se sorprendió Prasky.
—¿Acaso cree que adiviné?
Esta vez fue el periodista quien no supo si el otro bromeaba o hablaba en serio. Se guardó toda reacción, concediéndole el beneficio de la duda al Comandante Marx. Se quedó pensando en los últimos acontecimientos. El auto recién llegado. La esperanza de que fuera de personal de Monsanto que venía por él. Las derrotas sucesivas del plan de Porchetto a lo largo de las horas; su propio naufragio cuando quiso dejar Estación Alicia. Su estúpido plan personal de asustar a esos viejos cansados con soja y gusanos y otro nuevo, capitaneado por Braulio, que se reducía a movilizar el sentimiento caído de la revolución con un tractor John Deere.
Tragedia y farsa alternadas, decía el Brumario. En ese pueblo se daban ambas en simultáneo.
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