miércoles, 12 de noviembre de 2008

La revolución pide por usted

LA REVOLUTA – EPISODIO 23

—Te digo que no escucho nada más... —insistió Ana y Prasky volvió a poner cara de incrédulo— Hay como un murmullo, muchas voces, pero nada distinguible, y mirá que acá pasa un mosquito y se entera el pueblo.

—Capaz que las paredes de la panadería son más gruesas acá que en la cocina.

Prasky sacó la oreja de la medianera del cuarto y se sentó en el piso. Pensó en lo bien que le vendría un cigarrillo en ese momento, aunque llevaba cinco años sin fumar. Ana se sentó a su lado también quitando la atención de la pared.

—Acá pasa algo, te digo...

—Lo que sea debe ser conmocionante para ustedes, che —volvió a desinteresarse el periodista, sin afectar a Ana, que siguió cautivada por la incertidumbre.

—¿En qué andará? Mirá, hoy el verdulero andaba a las puteadas porque Osvaldito, el chico que lo ayuda, no apareció en todo el día y decía que le tenía mala espina a Carlitos, el de la panadería, porque hablaban mucho. Y dijo el hablaban mucho con ese tipo de tonito, ¿entendés?...

—Sí, todo un tema —se desembarazó él nuevamente—. Hablando de todo un poco, ¿y Lopes? Hace cinco minutos estaba sentado en la cocina.

Ana comprendió que su nuevo amigo había clausurado la comunicación.

—Lopes se va a dormir temprano, como las gallinas. Además, es un caballero. Sabe que estoy con hambre, bombón... —sonrió, y Prasky le devolvió la cortesía.

—En un rato lo aprovechamos. Espero que no le joda a Lopes el ruido, porque...

En ese momento, los gritos recomenzaron en la panadería y Prasky se interrumpió a sí mismo

—Ahí están, ¿escuchás?

Los dos pegaron la oreja a la pared.

—Ruido a fierro. Capaz que me hago la gran cosa y Porchetito anda arreglando algo.

—No va a pasar, despreocupate. ¿Por qué no me contás uno de tus cuentitos de historia, mientras?

—Payaso. Suficiente tengo con el trabajo en la escuela.

—Es la primera vez que escucho a alguien llamar trabajo a inventar pelotudeces en un aula... No, me corrijo: lo escuché varias veces... Entonces, ¿qué? —Prasky la miró a los ojos, estirándose un poco más hacia abajo, casi hasta quedar con la cabeza en su hombro.

—Entonces un rato, querido. Ahora postergo yo. Pavita de mate primero, ¿sí? Esto de la panadería me aceleró.

—El mate no te va a calmar.

—¿Quién dijo que quiero calmarme?

Ana se levantó a prender el fuego seguida de Prasky. A él, también por excitación, la necesidad de un cigarrillo se le hizo tan omnipresente como cuando estaba en la universidad. Se sentó en una de las sillas y el gato apareció de la nada sobre su falda, como si hubiera estado esperándolo todo el tiempo.

—¿En serio que no te querés ir?

—Ya dije que no sé —respondió Ana, sin abandonar los preparativos del mate.

—Bueno, tampoco sé por qué pregunto porque, para serte honesto, en algún punto pienso como vos: no sé qué harías en la ciudad. Tenés razón cuando decís que estás más fuera del mapa que yo en este pueblo.

—Entonces no preguntes —le sonrió ella—. ¿Ya le echaste una miradita a la colección de Lopes?

—Impresionante.

—Tiene sus cosas, ¿no? Por suerte le siguen enviando la pensión.

—Si alguno de esos tipos se pregunta alguna vez dónde la envía, le da un soponcio. Imaginate, de Portugal a Estación Alicia. Lindo viaje. Bah, igual no se van a enterar qué hacen ni cuando se muera el viejo.

—Epa, cuidado, —lo corrigió la maestra, ensombreciendo la voz— de esas cosas acá no se habla... Es asunto serio. Con cada muerto en la Estación nos morimos todos un poco... Como que sabés que el tiempo es más inexorable porque tenés evidencia física de las ausencias.

—Te creo. Digo más: lo entiendo. Una muerte es un paso más a la desaparición final. Otra cosa: ya sé que el cartero los trae, pero, ¿cómo compra Lopes los libros?

—No es tan complicado. Manda una carta a una librería con el correo, no sé si a una de Córdoba o de Buenos Aires. Después lo trae algún cartero. A veces el tipo es capaz de caer con una valija llena de libros... ¿Están caros ahora los libros?

—Depende. ¿Tampoco aprovechaste al cartero para escribirle al Ministerio?

Ana le sonrió, compasiva.

—De verdad que el tema de mi salida te obsesiona, ¿eh? Ni me acuerdo de la dirección del Ministerio, Ezequiel. Y para lo que iba a servir, además...

—Al menos para comprarte libros.

—Los compra Lopes.

—De historia, digo.

Prasky amagó reírse, pero fue quien lo hizo primero, y tuvo que apurarse a ahogar con la mano el ruido porque de su boca salió una carcajada estruendosa.

—Voy a despertar a Lopes, qué boluda... No me hagas reír... Tomá, ya está el mate.

—No voy a tomar.

—Uno, para acompañar, dale. Sé buenito.

—No. En serio —insistió Prasky.

—Qué no, ya vas a ver cómo tomás...

Ana se acercó con el porongo en la mano, levantó al gato con la mano libre y cruzó una pierna sobre el regazo de Prasky. Dejó el porongo en la mesa y lo besó furtivamente, hundiéndole la lengua en la boca.

El beso duró unos instantes y Prasky, que lo encontró exquisito, halló a Ana más atractiva que muchas mujeres de su pasado. El placer de lo imprevisto. Otra vez vino a su mente la imagen: perdido en la nada, sin mucho que hacer, en manos de un ángel. Una buena noche. Tomó el cuello de Ana y lo besó despacio, midiendo cómo depositar cada labio. Ella acercó su pecho al de Prasky, invitándolo a avanzar más.

Entonces sonaron los golpes sobre la puerta.

—Mierda —protestó él—. ¿Acá joden a esta hora?

Para Ana la hora no era el mejor modo de medir el tiempo en Estación Alicia sino los hechos extraños, que se contaban con los dedos de las manos. La llegada de Prasky, los libros de Lopes, la vieja avanzada a la semillería. Ahora el golpe en la puerta era un hecho de esos. Nadie llamaba allí a ninguna casa una vez guardado el sol. La maestra cruzó el pasillo y pegó la cara en la mirilla de la puerta. Entreabrió y mantuvo un breve intercambio en voz muy baja con el visitante. Luego volvió hacia Prasky, con cara de intriga.

—No me vas a creer, pero te buscan a vos.

El porteño vaciló. ¿A él? La duda se le esfumó reemplazada por una iluminación: podrían haber venido a avisarle que, quién sabe cómo, su coche estaba arreglado. O eran los de Monsanto, que lo habían hallado de casualidad. O quizá era Giusti con la F100, después de reconsiderar su mala disposición a ayudarlo. Posiblemente, el viejo había enviado a Doña Margarita o a uno de los suyos a avisarle, total no había más que cruzar la placita y listo. Sí, podía ser...

Cuando abrió la puerta, Prasky halló frente a él a Porchetto, el panadero, con un rictus perfecto en la boca.

—Buenas noches —saludó con malhumor, defraudado.

—Buenas... —sonrió nervioso el otro, como si estuviese frente a una estrella del cine— Es un placer tenerlo acá. Soy Primo Porchetto, el panadero de al lado.

—Ahá, ¿y qué anda necesitando? —a Prasky no le cambió el humor.

—A usted.

—¿A mí? ¿Para qué? —se enfadó, sintiendo que se enfriaba el momentum con Ana.

—Mire.... Lo busco... para hacer lo que vino a hacer... —Porchetito le guiñó un ojo, excitado, intentando controlar la ansiedad—. Ya... ya todo está listo.

—¿El auto está listo? Buenísimo. ¿Dónde?

—¿Qué auto? —ahora era el panadero quien no comprendía bien.

—El Fiat, el que quedó en la cuneta.

—Ah, no, eso no...

—Entonces, ¿qué está listo?

—El movimiento, camarada —dijo con más firmeza el Comandante Marx.

Prasky sacudió la cabeza. ¿Había escuchado bien?

—¿Qué cosa? No entiendo. Explíquese rápido porque estoy ocupado.

Porchetto carraspeó y asumió un tono formal. Al periodista le pareció que hasta su cuerpo se volvía más firme,

—La revolución pide por usted, camarada.

¿Revolución? Prasky lo miró desconcertado. El rictus de Porchetto se acentuó.

—¿Qué dice? ¿Está en pedo? ¿De qué carajos habla?...

Porchetito intentó explicarse paciententemente.

—Entiendo la necesidad de mantenerse desentendido... Encubierto, mejor... Pero lo necesitamos...

El otro interrumpió, mirando hacia dentro de la casa, procurando comprobar que Ana seguía allí, a la espera.

—Usted me necesita como yo lo necesito a usted. Y yo no lo necesito. Así que —Prasky estiró la mano para saludar al panadero—, discúlpeme, pero tengo que hacer.

Porchetto no le devolvió la atención y cuando el porteño quiso cerrar la puerta, se lo impidió adelantando el pie sobre el escalón. Las cosas no tomaban buen rumbo.

—Mire —insistió y ahora el tono se volvía más autoritario—, yo no quiero interrumpir sus tiempos ni sus órdenes, camarada, pero...

—Pero nada —volvió a cortarlo Prasky—, no soy su camarada de nada y, sí, me interrumpe. Discúlpeme, señor, buenas noches.

—¡Un segundo! —Porchetito miró a los costados para verificar que su exaltación no fuese escuchada ni observada (¿por quién a esa hora?), se pasó la lengua sobre los labios, y el rictus se hizo más amargó—... Usted... Usted no puede cerrar la puerta.

—¿Por qué? ¿Me lo va a impedir? —desafió el otro.

Entonces el panadero se llevó la mano a la espalda y sacó una cuchilla que llevaba ceñida al cinturón.

—Oiga, yo... usted... —balbuceó Prasky.

—Yo... Lo que quiero... —trastabilló también Porchetito.

El Comandante quería articular la frase para explicarle a Prasky que la organización ya había avanzado hasta la posesión de armas. La tensión se lo impedía y desbarrancaba aun más la conversación.

—Oiga, guarde eso... —rogó Prasky, ahora sí asustado— Guarde, ¿sí?...

—Es que... nosotros... —Marx tomó del brazo a Prasky: sólo quería retenerlo para que lo escuchase, pero de tal desespero apretaba con tanta fuerza que el periodista sintió que su destino estaba mal sellado. — Lo que yo...

Bajo el dintel, Prasky tampoco atinaba a reaccionar. Podría haber cerrado la puerta si sus músculos obedecieran las órdenes del cerebro. Le dolía el brazo, pinzado por las manos tensas como garras, y miraba atemorizado al panadero, que sudaba y tenía ahora una mueca grotesca por boca.

—Guarde, por favor, guarde... Se va a armar quilombo... Esas cosas son jodidas...

Intentó lidiar con la angustia mostrándose impasible, ocultando el temblor de la voz mientras el Comandante, tan nervioso como él, sacudía la cabeza buscando una idea sin soltarle el brazo.

—Suelte, dele, vamos... Mire... vea... Yo... no sé qué quiere... La verdad, o sea, no creo que andar armado a esta hora ayude mucho, señor... ¿Por qué no guarda eso y terminamos con esto?... ¿Sí?... Por favor... —Prasky se sacudió y El Comandante apretó instintivamente con más fuerza.

—Bueno, basta... basta... —volvió a balbucear el periodista—... Suelte, por favor... Puede lastimarme... Basta: suelte, voy con usted. Voy. Voy, ya.

El panadero se quedó mirándolo: quería decirle que estaba contento por su decisión, pero no le salía una palabra. Seguía apretando el brazo como si así detuviera al mundo. Finalmente, hizo un paso y vio que, como un perro dócil, el muchacho lo seguía. Prasky no quería ya contrariar a ese desequilibrado y desatar lo impensado, pero para Marx el visitante finalmente había comprendido, quién sabe cómo o por qué, que su cometido no era violento sino amistoso.

Marx condujo a Prasky hasta La Estrella Roja mientras seguía buscando la idea para explicar lo que no podía. El periodista rogaba por un destello divino que lo sacase de ese pueblo del diablo. Ana, en la cocina, aguantaba el mate y postergaba el polvo.

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10 piquetes:

› Un piquete VIP de Anónimo

El aislamiento voluntario de la maestra se justifica por la necesidad de sentir que es ella quien marca la historia. Realmente ella hace la revolución en el pueblo cambiando la historia a su gusto.
El comandante Porchetto es de lo más entrañable por su inocencia extemporal, como el niño que todavía no ha descubierto que los Reyes Magos no existen.
¿Quién sabe? A pesar de la incredulidad la historia siempre tiende a sorprendernos.
Tu expresión siempre cuidada, perfecta, admirable.

› Un piquete VIP de Anónimo

Los Reyes Magos no existen????

› Un piquete VIP de Anónimo

"Es la primera vez que escucho a alguien llamar trabajo a inventar pelotudeces en un aula..."

Cuánto hace que Prasky no va a un aula de las universidades argentinas?

› Un piquete VIP de Anónimo

"Prasky amagó reírse, pero fue ANA quien lo hizo primero, y tuvo que apurarse a ahogar con la mano".

De nada, Diego.

› Un piquete VIP de Anónimo

¿Qué modelo de Ford es la F82, Gemelo?
Acá hay gato encerrado o devaluación encubierta. Seguro que es culpa de los K que andan complotando contra el Piquetero VIP.

Como siempre my buen texto.

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Parsimonia
Realmente tenés un issue con la maestra, che. No te cae bien.
En cuanto a Porchetito, buen acercamiento. Me gusta.

Anónimo
Qué fiasco, ¿no?

Chango y Nieto
¿Tan peor va la cosa?

Piquetero VIP 23
Ningún modelo: error de Ctrl-B y "replace". Ya lo cambié. Gracias por avisar.

› Un piquete VIP de Unknown

Todo indica que la revoluta se mueve. Pero me intriga que el panadero haya salido a buscarlo a Prasky cuando lo creia aliado. Algo me perdi o es puro nervio.


Vigilia sí o no?

› Un piquete VIP de Anónimo

¿Puedo decirte que siento que le sobra un chachitito en el medio? Parte de la charla entre la maestra y el tipito este. Si me aceptás que pueda decir eso, te juro que lo digo... (cuac! cuac!)

› Un piquete VIP de Anónimo

Nada más feo que un coitus interruptus. Pero estos dos bien co coitus pausus desde hace rato.
Pasa que yo estaba enamorado de la piba y lo de la revolucion era toda una excusa para contrlarla cuando vi que cayó uno nuevo. Como son todos viejos yo puedo estar toda la vida al lado de ella sin hacer nada pero si me cae alguien hay que actuar.

Desequilibrado yo? No, ves visiones

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Fe De Villa
Vigilia arriba, claro: “Yo y el Cuarto de los Trastos”, aquí.
Tarde o temprano todo proceso sucumbe, ergo...

Encuentros Cercanos con 3 Tipos
Hummm... Me has hecho releerla. Sí, es posible.

Comandante Porchetito
Comandante, ¿se le da el thriller psi? Bien desarrollada puede ser una idea creepy.

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