miércoles, 19 de noviembre de 2008

Cuatro gatos locos

LA REVOLUTA – EPISODIO 24

Dos peones ordenaron a Prasky esperar en la pieza del fondo. Abrumado por la situación en casa de Lopes, el porteño apenas pudo asombrarse con el mantel de harina que cubría el cuarto. De paso hacia allí, tampoco había logrado echar un ojo profundo a la panadería. Nada más distinguió las bolsas apiladas de harina, otras hechas jirones y marcas de zapatos en todo el piso. La experiencia profesional no le servía de mucho en ese pueblo alocado.

No había pasado demasiado tiempo en el cuarto, quizá veinte minutos, cuando Porchetto apareció por la puertita. El panadero giró sobre sus pies para cerrar tras de sí y Prasky notó que no llevaba la cuchilla. Se tranquilizó.

Me alegro que esté con nosotros, aunque sepa perdonarme por el trato un poco —eligió la palabra—... destemplado. Usted sabe, en estas cosas hay que moverse rápido y no llamar la atención, y usted estaba un poco lento para entender. ¿Lo lastimé, Varsky?

El periodista seguía molesto y, ya visto el otro desarmado, se animaba a confrontar.

Mi apellido es Prasky, no me hizo nada y sigo sin entender nada. ¿Qué boludez es eso de la revolución?

Porchetto tenía un aire marcial. Se apoyó en la pared.

La que debemos llevar adelante, camarada. Le pido disculpas por la confusión de su apellido. Aquí no hay muchos rusos.

Yo no soy ruso, pelotudo.

Bueno, su abuelo.

Era polaco.

¿En qué año llegó al país?

¡¿Y a usted qué mierda le importa?!... Oiga, ¿qué es esto? ¿Qué...? ¡¿Qué carajo quiere de mí?!

Le dije, camarada: lo estábamos esperando... El Partido nos advirtió que usted llegaría de incógnito. Ya les comenté a los camaradas que eso de dejar el auto en el camino acusando un accidente fue una muestra de inteligencia magnífica.

¿Dejar? Pero si me estrolé como... —Prasky intentó recobrar el tono— Por favor, acláreme todo esto que es bastante fastidioso. A mí no me manda un partido, ningún partido, ¿ok? Y eso de la revolución no tengo ni la más mínima idea qué mierda es...

Porchetito Marx sonrió confiado: el otro jugaba muy bien de espía encubierto.

Amigo, vamos, puede descubrirse con nosotros. No hay nada de qué preocuparse.

¡¿Pero usted es pelotudo o se hace?! —estalló Prasky— ¡¿Cómo carajo la explico que no sé de qué habla?!

Camarada Prasky

¡No me diga camarada! —gritó Prasky y la cara se le hinchó de sangre.

Mire, camarada, evite extralimitarse y no fuerce su encubrimiento que ya no es necesario —Porchetto mantenía una calma ajena a la discusión—. Tenemos todo listo, sólo necesitamos que nos oriente en algunos aspectos ideológicos que podemos tener endebles y bastante de estrategia, que nos cuesta algo más.

¡Usted está mamado, viejo! Yo no puedo darles nada porque no sé nada de lo que planea. Me voy.

Porchetto salió de la pared y se plantó frente a Prasky, que ahora notó al panadero más alto y menos desgarbado.

No puedo dejarlo ir, camarada. Debe ayudarnos, para eso está, para eso vino, che. No entiendo la insistencia en negarse. Mire, vea... —El Comandante señaló la pila de libros— No podemos ser otros más que su gente, su gente. Mírenos: el pueblo, la vanguardia intelectual, los obreros... Todos juntos.

Yo acá no veo más que a un panadero tarado, unos muertos de hambre aburridos y al flaco neurótico del bar.

El Comandante había tratado de ser enfático pero las negativas de Prasky lo desconcertaban. ¿Acaso creía que la bibliografía era un montaje? ¿No había notado que todos llevaban el símbolo del Partido Comunista de Estación Alicia, las espigas en el pecho? Una sombra de duda empezó a inquietar a Marx.

Mire, viejo, convénzase: yo no soy nada de ustedes —insistió Prasky, ya fastidiado—... Va a tener que pararme con más que usted para que no salga por esa puerta.

Marx asumió una postura más agresiva, levantando también el tono. Sí, quizás estaba equivocado con el tal Varsky.

No pienso... —contraatacó— Nomás le digo a los muchachos y se acabó. Lo siento mucho, pero usted no sale hasta que aclare esto.

Prasky pensó unos segundos y finalmente se sentó rezongando en la silla: no iba a abrirse paso si el lunático ordenaba a los otros impedírselo. Mientras eso cruzaba por su mente, el Comandante también desembarcaba en su propio dilema. Debía tomar una decisión. Si ése era su hombre, algo debía estar mal como para que no reconozca a su gente. El Partido debió informarle que su contacto en la Estación era el panadero. Sólo él había tenido relaciones con el Comité Central de Buenos Aires. ¿Cómo podía ser que...? No recibía respuesta a sus cartas hacía tiempo, sí, pero tampoco había llegado una contraorden para desactivar los planes de levantamiento de los años 70. ¿Entonces?...

Dígame —se decidió—, ¿quién es su jefe inmediato en el Partido?

Y dale con Pernía... Ya dije: no soy de ningún partido. ¿Qué partido? ¿El PC? ¿Esos cuatro gatos locos? No joda, me quiero ir.

Ya dije que no.

Cuando Prasky amagó a levantarse de la silla, Porchetto llamó a los gritos a dos peones y les ordenó custodiar la puerta. Prasky entendió el mensaje. Tenía los nervios destemplados pero entendía que su estancia allí era una locura y que debería esperar el momento para escapar. El panadero y su troupe no parecían peligrosos; nada más algo revueltos. Le bastaba engañar a los peones, gente sencilla, adormilada, y podría irse. Todo quedaría en un momento incómodo. Quizás hasta en una historia.

En cambio, más preocupación sentía el Comandante Marx. ¿A quién tenía ante sí? ¿Quién era el porteño? ¿Podría haberse confundido Carlitos y enturbiarle la razón, justo a él, un comunista lúcido, el líder de la vanguardia esclarecida? No podía ser. Varsky tenía que ser quien era. Debía serlo. Quizás lo estaba probando. Pero, por otro lado, ¿si se equivocaba? ¿Si efectivamente Prasky era un don nadie perdido en el campo? ¿Si el auto sí estaba descompuesto o accidentado sin otra razón más que un error de conducción del visitante? Volvió a interrogarlo.

Si es que no es quien creo que es —hizo una pausa y carraspeó—, entonces, ¿quién es usted? Y, ojo, va a tener que hacer un esfuerzo para convencerme porque sigo sin creerle. No entiendo que siga negándose, carajo.

Ezequiel Prasky, periodista, vengo de Buenos Aires, me accidenté y caí en este hoyo y no sé nada de su revolución, su Partido y lo que sea. ¿Conforme?

Ni medio.

Porchetto respondió espontáneamente. No quería creer. Se quedó estudiando a Prasky para intentar convencerse. O seguía jugando el rol de enviado encubierto del Partido o era efectivamente quien decía ser. Hizo una muesca de disgusto.

Puedo equivocarme, pero no lo creo. La duda me alimenta, aunque en este caso me está dejando con un hambre que ni le cuento... El Partido nos envió una carta avisando de la llegada de un enviado. Lo esperamos por mucho tiempo, así que espero que no esté jugando.

Marx sacó un sobre que guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Estaba amarillento y apenas se notaba un matasellos puesto a mano y el nombre de Porchetto estampado con letras de máquina de escribir. Estiró el brazo y se lo pasó a Prasky. El periodista vio el logo borroneado del PC, abrió el sobre, leyó y meneó la cabeza:

Esta carta es de hace una pila de años.

Todos los que estuvimos esperándolo.

Prasky sonrió: efectivamente estaban locos.

Pues va a tener que seguir haciéndolo, viejo. No soy yo —Prasky devolvió el sobre a Porchetto, que volvió guardarlo en el pantalón—. Pasó demasiado tiempo desde esa carta, así que empiece a convencerse de que está equivocado. Insisto, además: al que espera no soy yo. Y le digo más: espera en vano. El PC ya no está en esa dirección, así que ni deben saber que usted les escribe. Se mudaron hace años. Y lo sé de puta casualidad: yo vivía a dos cuadras del Comité Central.

Porchetto masticó los primeros tasajos de enojo por la equivocación. Un comandante de su estatura, un intelectual de su calado, avergonzado por un error postal. La tranquilidad con que el otro le respondía ahora, la indiferencia en sus palabras y la calma de su tono le terminaron de enrostrar el traspié: hablaba con la persona equivocada. Prasky prosiguió:

¿No cree que sería poco profesional de un agente, espía, o lo que sea, llegar haciendo un alboroto con un accidente?

Porchetito intentó salvar la honra.

Más bien sería para cubrirse —respondió—. Lo raro sería que llegase a escondidas. ¿Seguro que no es y no me anda probando, che?

No, si lo fuera no andaría con vueltas.

¿Entonces...? —Marx fue bajando la tensión de a poco.

¿Entonces qué? —Prasky también.

¿Qué hace acá?

Puta que es boludo... Ya le dije, se me rompió el auto. Iba a cubrir una presentación en la planta de Monsanto.

¿La semillera? —los ojos del Comandante se abrieron de súbito—. ¿Presentación de qué, si se puede saber?

De un producto. Dudo que sepa de qué hablo.

No lo necesito. Me basta saber que va a la semillera. ¿Trabaja para ellos? —el tono de Marx se oscureció repentinamente.

Para una revista inglesa.

Ahora Porchetto se puso pálido. Tuvo una ráfaga de lucidez: si ese tipo frente a sí no era quien él esperaba, no dejaba de ser que quizás fuera un agente encubierto. No de los suyos sino un gusano de la contra.

Usted es de la invasión —rezongó, algo alterado.

No diga boludeces —Prasky quiso reírse pero notó que Porchetto hablaba en serio.

El imperio, la dominación... ¡Es de ellos, la puta que lo parió! ¡Qué pajero! ¡¡Qué pajero que soy!! ¿Cómo no lo ví, cómo no lo ví?... He sido bastante pelotudo creyendo que usted era de los nuestros, la concha de mi madre...

El Comandante empezó a dar pequeñas vueltas en círculo por la habitación.

Imperio nada: laburo para afuera porque pagan bien —se explicó Prasky.

Y encima vendido. ¡Mercenario! —se indignó Marx.

Si trabajase en una revista de acá me muero de hambre. Allá es donde hay mercado, viejo.

El que construyeron quitándonos el capital a nosotros. Cerdo. Cipayo. Basura. ¡Entregador!

No tiene ni idea de lo que dice... —el porteño levantó la vista enfrentando a Porchetto, seguro ya de sí mismo y de la debilidad del otro—. ¿Mercenario? Mirá vos...

Porchetito Marx no lo oía ya.

Debí haber sido más cauto con usted, la gran puta. Seguro que nos caga... —señaló con el índice a Prasky y procuró recuperar la calma para pensar una salida al embrollo— Está bien, está bien, es tarde para arrepentirse... Pero no piense que voy a dejarlo salir así como así. Usted menos que nunca se mueve de acá.

Prasky meneó la cabeza.

Terminemos con esto, viejo. Yo me voy mañana o pasado y me calienta dos pitos lo que usted quiera hacer acá. Revolución o huevada, patria o muerte, no es conmigo. Yo sólo escribo pelotudeces. Si quieren hacerse los locos, allá ustedes. Yo, argentino.

Cállese, cobarde.

Déjeme volver a Buenos Aires a lo mío, nada más. Y listo, asunto resuelto. Yo no hablo, no abro la boca. No sé nada. Si lo hiciera, ¿quién me va a creer si dijera que hay una revolución marxista en un pueblo perdido? ¡Nadie! Yo tengo un nombre, no puedo arriesgarlo diciendo pavadas de chico de escuela. Mire: la misma locura de esto lo protege de cualquier sospecha. Déle, vamos...

Porchetto seguía furioso: no caería en su juego. Era evidente que el sucio agente del capital quería embaucarlo.

Usted fue enviado a abortar. Sí, eso es, eso y además ...

¡¿Enterado de qué?! ¿Cómo me enteré, sabio? Si este lugar no está ni en el mapa... Si no fuera porque reventé el coche, ni piso por acá. Por mí, que los aren. Total, nadie se entera.

No se me haga el loco... Al menos, podría tener un poco de consideración con toda nuestra gente. Aquí sufrimos mucho —se ofendió un cándido Porchetito.

No joda, el único que sufre acá es usted porque está loco. Puta madre... Oiga, en serio, no boludee, déjeme ir. Yo, chito, ni mú digo. No seas boludo, panadero.

Respete, carajo.

Prasky estuvo a punto de responderle una barbaridad pero algo en su interior se despertó. Velozmente comprendió que el juego de confrontar no lo sacaría de allí para devolverlo a casa de Lopes a terminar la noche con Ana. Tomó aire.

Está bien, está bien, ok... Empecemos de nuevo: le pido disculpas. En serio, discúlpeme, me extralimité... Cuénteme de la revolución, vamos... Y después me deja ir.

El panadero también volvió a calmarse. Tampoco podía pasársela gritando. Se escucharía el escándalo en la sala principal de La Espiga Roja. Un comandante no pierde los nervios frente a la tropa.

Ya dije que no —negó otra vez, buscando recuperar el aire—. Y si no le interesa este lugar menos le interesa lo que vayamos a hacer aquí.

Vamos, ¿en serio que anda haciendo una revolución después de que se cayó el muro? No lo entiendo. Usted es Porchetto, ¿no?

Soy El Comandante Marx.

Prasky no pudo contenerse. La risa de Prasky se escurrió entre ambos. Le resultaba difícil seguirle el juego al panadero, aun a sabiendas de que rifaba lo poco o nada conquistado hasta entonces.

No le veo la gracia: esto es muy serio —se ofendió Porchetito Marx.

Tanto como que también debe tener un Lenin —siguió el otro, tentado.

Por supuesto, y también al Comandante Trotsky.

Prasky trató de contenerse. Porchetto le había respondido con la seriedad marcial del Comandante Marx y por un instante pensó que iba en serio. Se lo preguntó.

Yo no veo el motivo para tanta joda —dijo Marx—. Usted debe tener una vida bastante frívola y alejada de las necesidades de la gente. Haría bien en tomar conciencia.

No me dé discursos, Porchetto.

¡Tráteme como corresponde, entonces!

¡¿Pero cómo quiere que lo trate?! —sonrió— Aguanto dos segundos siguiéndole la corriente, viejo... Es ridículo, ¿qué quiere?

¡Ridículo, las pelotas! Acá la gente la pasa mal, por lo menos no se burle de eso.

Prasky notó el tono imperativo y el convencimiento en la voz del panadero. Mejor intentaba retomar, otra vez, un diálogo amigable. Necesitaba convencerlo de que lo libere.

Perdóneme, perdón... Ahora bien, ¿qué piensa hacer con la revolución? En serio, eh, pregunto en serio.

El Comandante lo miró detenidamente y advirtió que Prasky había perdido ironía y agresividad. Respondió con convicción.

Todos estos campos los tiene quien no los trabaja y se apropia de la plusvalía de nuestra gente. Se los vamos a devolver a ellos; colectivizar la tierra, si es que sabe lo que es eso.

Algo me contaron en la facultad.

Debió haberlo aprendido, no que se lo contaran. Los ricos se llevan la plata y acá no queda nada. Y entre esos ricos están los de la semillera.

¿También va a expropiar la semillera, Comandante?

Esta vez Marx no notó el sarcasmo. Estaba concentrado.

Es la opción de máxima. Debemos salvar a nuestra gente y ellos son más responsables que cualquiera. ¿Sabe cuánto pagan por el quintal?

Imagino que bastante bien; el precio de la soja está alto últimamente.

Bien poco, y la diferencia la hacen ellos. Pero esto no es una ecuación económica, es una ecuación social.

Complicado que lo haga, Comandante. El bloque se murió.

No joda... Algunos diarios que llegan dicen eso, pero yo no me lo trago. Eso es pura propaganda. Usted debiera saberlo, por algo es periodista.

No me meta en esto. En serio se lo digo: el Muro voló. Fiú. Tiene que ver a los rusos. Andan chochos comiendo hamburguesas y comprando zapatillas gringas. Sí le acepto que la revolución funcionó: ahora tienen millonarios. Se están comprando los clubes de fútbol de Inglaterra.

Oiga, ¿me toma por tarado? Qué van a andar comprando clubes de fútbol.

Se lo juro por la estatua de Lenin. ¿Tampoco se enteró que la tiraron abajo, no? Ahora el Kremlim es un cabaret y la Plaza Roja el distrito de las putas. No podía ser de otro modo, pero, ¿quién lo iba a decir? Se le pasó el tiempo por varias décadas. Mejor recoja la piola, Porchetto.

Comandante Marx, ya no soy Primo Porchetto. Usted se cree todas las estupideces que se publican. ¿Usted es la medida de la prensa hoy?

Al menos estoy al día. ¿En serio que se llama Primo? —el porteño sonrió pero se recompuso.

Me llamaba. ¿Tampoco me escuchó cuando me presenté en lo de Lopes?

No estaba para escuchar. Buen nombre, de todos modos. Lo raro es lo que quiere decir: no se me ofenda, pero usted, Primo, es el último de todos. Insisto, las épocas son otras.

El tiempo es una variable difusa y elástica —la cita académica estaba fuera de contexto pero Porchetito necesitaba mostrar fortaleza— y nada está escrito para siempre. Incluso suponiendo que algo pasó, como me pretende hacer creer usted, los camaradas proletarios harán lo imposible para revertir la situación. Ése es el espíritu de una revolución, por si no se dio cuenta. Las cosas no se tiran por la borda, los años, la conciencia ganada... No tomará tiempo; apenas habría que ver la exclusión para que eso cambie.

El proletariado internacional es una cita en un libro. Otra vez, time over.

Porchetto no se dejaría empujar.

Mi gente no piensa lo mismo. Hoy, esperándolo a usted, o a quien creí que usted era, acordamos todo. Los compañeros no son mentes brillantes y esclarecidas, pero esa es...

...tarea de la vanguardia. Qué porrazo te vas a dar, papá. Hágame caso, termine con esto. Mejor todavía: ni empiece. Yo me hago el boludo, lo dejo pasar. A mí no me pasó nada y listo. Sólo deje que me vaya, ¿sí?

¿Y ustedes los porteños se creen tan piolas? ¿De dónde saca que lo voy a dejar ir? ¿Adónde, además? Su auto está roto, ¿o se olvidó? —ahora el Comandante fue sarcástico.

Prasky dudó. Tenía razón: más que a casa de Lopes no podía llegar. Y aunque el panadero lo dejase abandonar La Espiga Roja no sabía cuánta de su gente andaba por el pueblo. Lo tendrían vigilado. Aquello era un gulag sin alambres de púas; el aislamiento estaba garantizado por el mar de soja y la desconexión. Recordó a Giusti, que seguramente dormía a la espera de su camioneta. Giusti, si sólo Giusti supiera, capaz que...

Sino ahora, cuando termine la revolución, ¿no? —Prasky hizo un guiño a Porchetto para aflojarlo, pero éste le devolvió una sonrisa enigmática.

Entonces alguien golpeó la puerta. Porchetto retrocedió dos pasos y entreabrió. Hablaron en voz baja. Regresó a Prasky con aire triunfal.

Su idea del tiempo es la que debe cambiar —dijo, con una sonrisa enorme en el rostro—. Tengo algo que le va a demostrar que las cosas van en serio.

Abrió la puerta de par en par y en el dintel asomó Giusti, medio dormido y con cara de pocos amigos, acompañado por los grandotes que habían llevado a Prasky a la piecita de La Espiga Roja Revolucionaria.

¿Se lo presento o ya lo conoce? Ahora dígame que me equivoco.

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4 piquetes:

› Un piquete VIP de Anónimo

Muy buenos diálogos y divertidos. Buena estrategia para el humor es la de que los lectores sabemos más que los personajes, por eso entendemos la comicidad de la situación.

› Un piquete VIP de Anónimo

Sé cómo se sentía el ultimo hombre omega ;D.

› Un piquete VIP de Anónimo

che, es la tercera vez q intento poner un comment y no puedo. esta es la ultima q intento. q caratzo pasa con el formulario q no me deja?

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Parsimonia
¿En serio? ¿Cómo se sentía? Me intriga.

Ana Lía Weiller
Sí, algo sucedió. No sé qué. Parece que ahora funciona. Les agradezco que me lo hicieran saber por email pero no tenía conexión a internet permanente la semana pasada. Era difícil poder resolverlo. Mis disculpas. Regresen, claro.

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