miércoles, 10 de septiembre de 2008

El dueño del pueblo

LA REVOLUTA – EPISODIO 14

A medida que la mañana se agotó y el cielo mantuvo el capote, al día le subió el mercurio y ya nada detuvo la queja de los benteveos. Habían chillado desde temprano, acompañando el movimiento de las nubes, pero recién les ganó el nervio por el agua segura a la hora del almuerzo, cuando las chicharras batieron duro y parejo: el aguacero sería nocturno, decretaba el cricrí infinito, y así se ahogaría el sábado.

Para el momento en que la siesta empezó a bostezar, el ambiente estaba bien caldeado al vacío y, de tan espeso, el aire había sumido a los pájaros en un trino perezoso e indolente. Excepto, claro, a los benteveos, que eran un escándalo. Mientras conversaba con Lopes y aunque la casa mantenía alguna frescura, a Prasky el calor se le volvió un aceite que lo arrastraba de las narices para recordarle la incómoda atmósfera de Buenos Aires. Más de una vez se preguntó si en Estación Alicia todos los días se sucederían así. Hastiados de ser días, con las horas derretidas y con la banda sonora en estéreo de esos pajarones amarillos y negros como taxis.

Al mediodía, sin contar las chicharras, el pueblo entero sucumbió al sopor y a Prasky, que ya agotaba su estadía con Lopes, se le dio por pensar hondo. En esos momentos y en todo el mundo, se decía, los caseríos pequeños se silencian de tal modo que la atmósfera parece el anticipo del fin o de otra fatalidad, quizás de rango menor pero igualmente inevitable. Quizá ese aire acuático no fuera más que los últimos hálitos de los que se habían despedido año tras año del pueblo. Las almas, libres al fin del cuerpo, podrían vagar a mejores lugares, pero tal debía ser la condenación terrenal acumulada que nunca terminaban de despegarse del terruño. Entonces acababan morando en ese purgatorio, montando una campana intocable sobre el caserío, convertidas en el aire que respiran los pulmones de los habitantes. Gente que respira muerte.

Por eso nadie queda en las calles a tales horas, cuando es mejor almorzar o preparar la siesta, en parte para descansar, en parte para olvidarse de la soledad de un amontonamiento de cuerpos que se saben encaminados a un destino irremediable. O quizá la siesta sea la antesala misma de ese fin, una convocatoria a esa muerte. Ese tipo de ausencia era especialmente evidente en Estación Alicia. Apenas traspuesto el mediodía, sus calles se vaciaban de los pocos que las transitaban y el pueblo, como si no tuviera suficiente, adquiría un rasgo fantasmal todavía más decidido.

***

Entre el vacío y la siesta se dieron maña para ensordecer la llegada de la F-100, que entró al pueblo mansa, como si flotara regulando el motor. La conducía un criollo grueso que tenía en la cara un bigote tan grande que poco más le cubría ambos labios. Otros dos grandotes iban sentados en la caja trasera de la camioneta. Eran estatuas inconmovibles y pesadas. Si viajasen solos los tres desentonarían sobre la pick-up flamante, impropia para esos cuerpos, rostros y gestos. Sobre el vehículo los morochos no podrían ser más que salteadores de caminos, cuatreros o narcotraficantes.

Pero no eran ni una ni otra cosa gracias al cuarto hombre, un anciano infinito de cara color rojo tomate. El hombre contrastaba. Llevaba una camisa blanca y un chaleco de cuero que le caía a ambos lados de un vientre breve. La prenda combinaba con el jean y los zapatos marrones de descarne. Al vestido añadía el porte, que le daba una cierta prestancia. No costaba reconocer que era el jefe de los gorilas.

La F-100 rodeó lentamente la plaza y se detuvo frente al bar de Doña Margarita. Los criollos saltaron de la caja con una agilidad inesperada que no impidió que las panzas les rebotaron sobre las piernas como pelotas de playa. El hombre blanco, el patrón, abrió la puerta con delicadeza y caminó lentamente hasta la vereda de ladrillos, anticipado por los monos. El movimiento de los tres fue tan sincronizado que para el momento en que el viejo llegaba a la puerta ésta ya estaba abierta y los tenía a ellos desplegados a ambos lados.

De pie frente al mostrador, Doña Margarita sonrió con suavidad al ver acercarse al canoso. Prestamente le puso en la mano una copita de grapa.

Buenos días, Don Bernardino.

Mejores para usted, Doña Margarita.

El saludo no inició conversación alguna. El viejo y la vieja nada más fueron avanzando a paso lento para que el calor no los abrace y se sentaron en silencio a una mesa de la zona oscura y fresca del bar. Don Bernardino bebía y Doña Margarita tejía al croché una mantilla de hilo de algodón. En la sala, apartados, los gordos asistían de pie a la ceremonia, descansando las manos entrecruzadas sobre la bragueta de los pantalones. Bajo el mentón les sobresalían unas papadas hinchadas más propias de morsas que de humanos.

Bernardino Giusti era el dueño del pueblo. Sus cinco mil quinientas hectáreas aislaban del mundo la carcasa descascarada de Estación Alicia. Además de él, unos pocos gringos tenían propiedades en esa llanura tórrida. Como la mayoría con un par de ideas de futuro, había dejado de producir sus tierras tiempo atrás y elegido la comodidad de una ciudad para mudar a la familia. Los campos ahora estaban alquilados a varios consorcios de siembra propiedad de fondos de inversión norteamericanos, argentinos y australianos que proveían a Giusti una renta rica en verdes.

El gordo bigotudo permaneció a la cabeza de los capataces cuando todos pasaron a trabajar bajo las órdenes de los inversores, pero Giusti, que conocía de sobra el mecanismo para arrear sus fidelidades, los había comprado y puesto otra vez a su servicio. Los gorilas, ahora espías de potrero, mantenían informado al estanciero sobre la situación de cada campo, hectárea y quintal. Así fue como una vez descubrió que a uno de sus terrenos, rentado para soja, lo estaban devastando con vacas y toros. Donde antes había un frondoso trigal dorado, el inquilino levantó corrales para engordar Hereford y criar reproductores que llevaría a la Feria de Palermo.

A Giusti no le enfadó que el terreno se apisonara por el trasiego vacuno. Al final de cuentas, la bosta de los animales abonaba igual la tierra y con cuidado y barbecho recuperaría la cama para siembra. Su indignación nació porque le ocultaran las razones verdaderas del alquiler y, peor, porque quisieran hacer dinero a sus espaldas, dejándolo fuera del negocio de campeones sin siquiera consultar su interés. Sucede que el estanciero, con años de ojear el campo, sabía que cualquier toro era un semental en potencia en Estación Alicia. Allí los animales carecían de estrés. Sus únicas preocupaciones eran las víboras y rayos, algo que ya viene incorporado en los genes de todo bicho campero. Como si las bestias estuvieran dotadas de un conocimiento ancestral, sabían que en ese páramo humano había espacio de sobra para pastar, engordar y cogerse a todas las vaquillonas.

Giusti arrió a sus gordos y fue tras los ganaderos. Los tipos, dos texanos, un brasileño y tres argentinos, los recibieron con un comprensible nerviosismo. El empaque de la criollada que secundaba al estanciero asustaba sólo con la presencia y más si, como en ese momento, iba acompañada de otros cinco monumentos elevados y anchos como gorilas de mil quinientos kilos.

A Giusti no le costó tiempo revelar la maniobra y exponer los riesgos a que se enfrentaban los inquilinos por el engaño. Riesgos que, dijo suavemente, comenzaban con la suspensión del contrato y su protesta
judicial. Pero como era un hombre razonable no tomaría ninguna acción hasta escucharles —y fue enfático al decirlo— razones convenientes y convincentes. Los extraños comprendieron que sería difícil engañar a Giusti otra vez pagando dos por un negocio de ocho porque el viejo no era zonzo, conocía bien el paño y tenía a ocho monos con puños como maletas sosteniéndole las espaldas.

Por supuesto, no fue necesario que nadie levante la voz y y Giusti se fue de allí antes de caer el sol con un nuevo y ganancioso contrato. Al poco tiempo, el gringo obtuvo su primera cucarda en la categoría Reservado de Campeón Macho con “Pasmado”, un torazo de cinco años, seiscientos kilos de peso y propietario de dos bolsas testiculares que hicieron historia en Palermo, Curitiba y los rodeos de Kansas.

***

¿Otra vez por los campos, Don Bernardino? —interrumpió Doña Margarita sin abandonar su tejido.

Otra vez —respondió el tipo y levantó la copa.

La señora lo sabía; no era una señal para ella pues uno de los peones llegó, callado y marcial, pisando pesado con los tacos de las botas, con la botella. La ceremonia de la grapa y el tejido eran parte del ritual de Giusti en el pueblo. A la segunda vuelta de trago, que ocurría en ese momento, los gordos sabían que era momento de montarse a la F-100 y salir de gira por las cercanías.

Mientras los capataces recorrían las estancias en busca de novedades, Giusti no se movía de Estación Alicia. Iba a las propiedades sólo si sabía del arribo de un directivo de los fondos o si tenía algún caso extremo que requiriese de su intervención personal, como el episodio que le entregó la potestad de las pelotas de “Pasmado”. Lo normal era que su rutina prosiguiese en el mismo bar y hostal con una comida liviana preparada por Doña Margarita. Luego se quedaba un par de horas en silencio apostado en una de las mesas de la ventana o conversaba un poco con la anciana.

Por la tarde llegaba un trío de paisanos, chupados como momias, para jugar a los naipes. Pasaban de la mosca al tute, del tute al truco y a la escoba, el chinchón, el veintiuno o el culo sucio. El truco absorbía la mayor parte del tiempo y era el único juego al que Giusti le ponía emoción. Al fin de cuentas, se trataba de engañar y mentir a los otros, compañero incluido.

Si las lluvias repentinas retrasaban la inspección de los predios, los gordos mantenían a Giusti alerta por teléfono celular, un adminículo que despertaba la extrañeza de Doña Margarita. Si tal retraso ocurría, Don Bernardino disponía de una habitación donde pasar la noche en el hostal.

Pero aquel era un día atípico. Giusti no había llegado a la Estación sobre el mediodía, como era su costumbre, sino al final de la siesta. Y si bien había llovido bastante en los días precedentes y eso con absoluta certeza demoraría a sus hombres, tenía resuelto regresar a la ciudad esa misma noche. Además, aunque él no lo sabía, el último cuarto disponible lo ocupaba un extraño, Prasky.

A poco de concluir el almuerzo, el celular del gringo comenzó a vibrar sobre la mesa. Doña Margarita se alejó para levantar los trastos y calentar agua. Los capataces informaron que avanzaban más rápido de lo esperado. Tenían ya los reportes de cinco fraccionamientos y obtendrían pronto los cinco restantes. Quizás, si los guadales no estaban demasiado inconsistentes, en un par de horas. Conforme, Giusti les ordenó que volvieran por él cuando hubieran concluido. No se quedaría en la Estación.

Disculpe, Doña Margarita —se disculpó el estanciero mientras la señora le acercaba un té de tilo—, tengo que volver sí o sí. Si queda algo por hacer, regreso mañana. Pero lo dudo.

Vino tarde hoy.

Me demoré en la ciudad. Mucho trabajo.

***

Giusti era nieto de una familia de piamonteses llegada a Argentina hacia fines del siglo diecinueve. Su familia, originaria del Cuneo, siempre se había relacionado con italianos emigrados o con sus hijos, algo común en los primeros tiempos de la Gran Inmigración al país, cuando la aristocracia criolla veía a los gringos, como los llamaban, con mala cara. Les preocupaba que contaminaran sus formas y modo de ser, conseguido, decían ellos, con esfuerzo y sangre. Puestos ante lo inevitable y dada la necesidad de mano de obra de un territorio tan vasto, los preferían en el interior más que en las ciudades. Y si, era factible, en el interior del interior del interior.

Por supuesto, los gringos tenían lo suyo pues la ralea también era asunto de su inquietud. Ponían tanta preocupación en sus campos como porque las niñas no se les cruzaran, antes que nada, con morochos, y menos que menos, con criollos pobres. Para los criollos sin casta, finalmente, los gringos eran unos brutos que hablaban atravesado y pecaban de una ingenuidad casi infantil frente a su viveza bien entrenada a punta de duelos verbales permanentes.

Así, quien más, quien menos, todos mantenían su coto y Giusti creció enmarcado por esa segregación silenciosa. Su abuelo, su padre, sus tíos, tías y hermanos se habían casado con descendientes de gringos de mofletes colorados, rechonchos o regordetas desde que el tiempo era tiempo, primero en Italia y desde hacía tres generaciones en Argentina. Pero los tiempos habían cambiado y, como suele ocurrir, las fronteras acabaron rebasadas por el contacto frecuente. Los hijos de Giusti, sin ir más lejos, ya no temían la cruza. De hecho, eran de los primeros en entreverarse en los bailes pueblerinos indistintamente con las más seductoras criollas de cabello azabache y las brillantes gringuitas rubias de ojos celestes.

Les daba lo mismo: Argentina se había devorado a la Gran Inmigración sin que Don Bernardino, empeñado en mantener las formas, pudiera parar el río. Para él seguía sin ser la misma cosa gringo que criollo como, propiamente, tampoco lo era el gringo rico y aquel con los bolsillos raídos. Su filosofía sólo hacía espacio para alguna idea más amplia cuando se trataba de señoras mayores. Para ellas, cualesquiera fueran, tenía idéntico trato de caballero. Quizá fuera algún refinamiento adquirido con el tiempo, quizás compasión o simple galantería pero nadie conocía con certeza la razón para ese comportamiento. Los pensamientos de Giusti eran granito impenetrable.

Excepto para Doña Margarita, quien poseía la cualidad, aun sin deliberación, de imponer el relajamiento inmediato de quien conversaba con ella. Eso, por supuesto, también le cabía a Giusti.

¿Problemas, Don Bernardino?

No —dijo Giusti, aun en la mesa, saboreando el té y mirándola con una media sonrisa cariñosa—. Nada más estoy un poco cansado.

También con la lang="es-ES"> calor que hace...

Demasiado. ¿Le molestaría si me tiro un ratito en la pieza?

Déale nomás —autorizó la mujer—. Total, no hay nadie. El muchacho de Buenos Aires anda por ahi.

Gracias.

Giusti se irguió y separó la silla de la mesa. Tomó el chaleco que se había quitado al llegar y mientras lo doblaba sobre su brazo una chispa en su cerebro le hizo notar que algo no encajaba. Se detuvo.

¿“Muchacho de Buenos Aires”? —dijo, entrecerrando los ojos.

Sí, el de afuera, el periodista.

Giusti estaba sorprendido. ¿Muchacho de Buenos Aires? ¿Periodista? ¿Allí, en esa clase de lugar?

No sabía que había gente, así que mejor no —se excusó—. No quiero incomodar. Me quedo por acá, no se preocupe.

Pero, no, hágame el favor, Don Bernardino... —reaccionó la señora, levantándose también de la silla y tomando al estanciero de un brazo para detenerlo— Usted tiene más derecho, es de la casa, caramba. Además, no sé cuándo vuelve. Está en lo de Don Lopes, en la biblioteca.

Pero vuelve —insistió Giusti.

Sí, tiene un bolsito acá todavía...

Entonces, discúlpeme, pero prefiero quedarme aquí, conversando con usted. En serio, sería muy incómodo que llegue y me encuentre recostado en su cama.

El viejo lo dijo honestamente. No le gustaba invadir ni ser invadido, por eso de mantener las formas y la educación.

No, qué va a entrar —insistió Doña Margarita—. Hasta me dejó la llave de la piecita cuando salió. No entiendo, ha de ser costumbre de la ciudad.

Giusti sonrió. Estuvo a punto de seguir preguntando pero le pareció indiscreto y, en verdad, necesitaba más echarse en la cama que proseguir una conversación sobre un desconocido. Aceptó la llave, se despidió de Doña Margarita y desapareció por el pasillo hacia el cuarto de Prasky.


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23 piquetes:

› Un piquete VIP de Anónimo

El primer párrafo es de una prosa muy lírica.
Las descripciones se paran en los detalles mundanos, que es lo que me gusta y, por supuesto, los diálogos siempre naturales.

› Un piquete VIP de Anónimo

No sé si el comment de SOboro sobre los parrafos del principio es positivo (calculo que sí), a mí me parece buenísimo. Prosa campera, casi gauchesca, te diría.
Saludos,
Cachivache del Kurdistan en Pie de Guerra

› Un piquete VIP de Anónimo

Fonseca, tengo que hablar con vos!!

LM

› Un piquete VIP de Anónimo

No te van a responder, Anonimo: ponete nombre, ya te dijo. Al menos, ponete un apodo, man.

Cachivache, gustazo verte por acá, hermano.

Fonseca, en este episodio te superaste, macho. Una belleza la apertura, sobre todo.

Gonza

› Un piquete VIP de Anónimo

Hay poca gente hoy comentando, eh... Se ve que les gusta leer cuentitos cortos (ja) pero son vaguitos para el texto más largo... Vamos, gente.

Gonza

› Un piquete VIP de Unknown

¿A ustedes les llegó también el mail de alerta ahora o les llega a distinto horario dependiendo del país?
Diego, otra genialidad. A sus pies, maestro. Yo no sé de "gauchesca" ni gaucheradas, nada más me fascina tu calidad.

Emir

› Un piquete VIP de Unknown

Sin ánimo de provocar una confrontación, y en cuanto a quién lee qué, JOker: ¿no te parece mejor que cada quien lea lo que desea? Vivir y dejar vivir, ¿no es verdad?

› Un piquete VIP de Anónimo

Emir, todo bien, man. Fue una pequeña acción de empuje, para que la gente se anime. Yo ya me acostumbré a ver mucha gente en el blog, cuando faltan se me ahce que andan remolones. Y con menos gente hay mucha cháchara entre nosotros, ¿me entiende?
Pero tiene razón, para qué me meto...

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Cómo les va... Los leo en detalle más tarde y les respondo. Tengo algunas cuestiones laborales algo urgentes que atender.
Gracias por sus comentarios, "of-córs".

› Un piquete VIP de Anónimo

Excelente. COmo siempre. Siga así, Fonseca, que desde este gran apodo estoy con usted.

› Un piquete VIP de Anónimo

Hasta pude ponerle el link al Master of Scotland y todo, chabón...

› Un piquete VIP de Unknown

Belleza, papá, belleza. Abrís perfecto y después te metés a ponerle más pimienta al quilombo.
Premio Nobel, campeon!

Naughty MOnkey... yo te conozco a vos?

› Un piquete VIP de Anónimo

Naaaa, qué vas a conocer. Y ni des en el nombre para averiguar porque me cambio la URL y chau pinela. Disfrutá y no "detectivées", Jamelgo...

› Un piquete VIP de Unknown

Te juro que creo que te conozco, te lo juro...
Perdone FOnseca porque le tomemos esto como canal de cita. No volverá a ocurrir este "exabructo"

› Un piquete VIP de Anónimo

Cachivache, calculas bien.

› Un piquete VIP de Anónimo

Me gusta mucho el episodio 14 y la caracterización de Giusti: "anciano infinito". Imagino que era muy alto, ¿sí?
Primera vez en tu blog y me encanta.

› Un piquete VIP de Anónimo

Tienes un código HTML al descubierto. Aquí es:

style="font-size:120%;">—¿“Muchacho de Buenos Aires”? —dijo, entrecerrando los ojos.

—Sí, el de afuera, el periodista.

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Tengo una semana algo compleja. Disculpen la ausencia. Aquí vamos:

Soboro: Muchas gracias, siempre generosas tus palabras.

Cachivache: No tengo dudas de que las palabras de Soboro son elogiosas. Gracias por las tuyas.

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

LM: Cuando sepa quién sos, veremos.

Gonza Joker: Gracias por tus palabras. La gente leerá lo que quiera, así lo hagas por buena voluntad, dudo que respondan a la presión.

Emir: Gracias a usted.

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Naughty Monkey Ferguson: Mis saludos al Gran Escocés. Buen nickname.

Jamelgo: Muchas gracias.

Jamiroquai: Bienvenido, Jay. Y gracias por avisar. Corregido.

› Un piquete VIP de Unknown
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
› Un piquete VIP de Unknown

Es raro, puedo entrar aquí para postear con mi Gmail pero no en el episodio que sigue...
Saludos, Gemelo.

› Un piquete VIP de Martha Jacqueline

Excelentes escritos. Saludos desde el Caribe.

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