martes, 8 de julio de 2008

El gordo y el flaco / Comandante Marx

LA REVOLUTA - EPISODIOS 4 Y 5

Despertó rodeado de un silencio que no reconocía. Recién cuando se irguió en la cama lo ubicó la memoria inmediata. Estaba en ningún lugar. Uno llamado Estación Alicia.

Despegado de la baba del sueño, vio con más claridad el cuartito en donde pasó la noche. Lo habían pintado a la cal. Las paredes no tenían otro adorno que el espejo y un retrato del Jesús Nazareno. En el hule de la mesa alguien pintó duraznos y naranjas. Una docena, grandes.

El sol entraba por una pequeña ventana que no había distinguido al llegar por la cerrazón de la noche. La ventana daba a un baldío y ese baldío terminaba frente a media docena de árboles.

Era temprano pero ya había sopor. El aire era como una melaza que ahogaba el pecho. Igual, vestido con las ropas malolientes del día anterior, Prasky debió salir al patio en busca del baño. Cubrió el patio a los saltos escapando del calor de la loza que le quemaba los pies.

Lo halló escondido tras un gomero, frente a los cuartos de los peones y a la derecha del pasillo que comunicaba al bar. Tenía un cartelito blanco de chapa pintado a mano con la palabra “Banio”. Echó una mirada. Estaba limpio, tenía jabón y una toalla seca, así que regresó al cuarto por una camisa y un pantalón de algodón que sacó de la trajera.

No olían muy bien, pero tampoco estaban tan arruinados por la inundación del Fiat. Los lavó con algo de esfuerzo y usando buena parte del jabón. Luego, apenas cubierto por una toalla breve, tendió la ropa sobre la mesita del patio. Se dio un largo baño y, al regresar, el sol insurrecto casi la había secado.

Unos minutos después, limpio y algo más fresco, pasó al salón del bar. Saludó a Doña Margarita, que trabajaba tras la barra, y fue a sentarse a una mesita en el fondo. Las persianas a la calle seguían bajas pero vanamente evitaban que el calor hiciera tórrida la sala. Sólo la sombra donde Prasky se acomodó conservaba alguna última frescura. Un silencio ruidoso cubría el ambiente. El tufo también callaba a los pájaros.

Sólo dos mesas del bar tenían parroquianos. En una, un gordo dormitaba como una foca sobre el mantel. Cuando se acordaba de levantar la papada de cebú que reemplazaba el cuello, tomaba un trago de café con leche de un tazón azul enlozado. Hacía un ruido parecido al tractor de Dugoni. En un plato, al lado de la taza, tenía una rebanada de pan con dulce de durazno. Mordía un poco y volvía a hibernar.

En la otra mesa, a la derecha de la foca somnolienta, desayunaba un flacucho. Vestía una camisa celeste de mala calidad y un pantalón negro que sostenía con una soga. Llevaba alpargatas con suela de yute. Era nervio puro.

Desde que Prasky traspuso la puerta, el flaco subió y bajó la vista para estudiarlo varias veces, entre interesado e intranquilo. Pegoteaba con el dedo granitos de azúcar desparramados sobre el mantel, los chupaba y le daba una mirada veloz antes de volver a bajar la vista a la mesa. Era un comportamiento reiterativo y maniático. Miraba a Prasky, tomaba un granito; bajaba la vista, otro. Así infinidad de veces.

A Prasky le atrajo el contraste. Y no sólo porque el flaco pesara menos de la mitad que el gordo. La diferencia de modos era especialmente llamativa. La parsimonia de la foca mediterránea contrastaba con la timidez y los nervios de la jirafa pampeana. Eran agua y aceite. Uno se resignaba al calor sudando con desgano; al otro no le asomaba gota de sudor pero parecía a punto de un colapso nervioso. Todo en ese mismo bar de Estación Alicia.

Doña Margarita se acercó con una taza de leche y un plato de pan casero con manteca y dulce de leche. El periodista apenas había ahogado el hambre con la sopa nocturna y el arribo del desayuno, que engulló con ansia, lo distrajo de la observación de los parroquianos.

Sólo cuando hizo un par de pausas para beber café y golpeó la pata de la mesa involuntariamente, notó que el gordo no se había quedado definitivamente dormido. La foca movió la cabeza hacia él y sus párpados subieron cansadamente. Una vez que distinguió quién perturbaba su ensueño bebió un nuevo trago de café con leche, mordió el pan y devolvió la mollera al descanso.

El flaco, en cambio, se sobresaltó más y se quedó mirando fijamente a Prasky con cara de susto. El periodista le pidió disculpas a su modo, apenas dirigiéndole una sonrisa y levantando las cejas. Pero la jirafa histérica no entendió el gesto. No sólo no devolvió la breve cortesía sino que, de la nada, dio un salto y salió a la carrera del bar con la cabeza gacha y el rostro encendido.

Del apuro, al flaco se le enredaron las piernas y estuvo a punto de caer, pero consiguió mantener la vertical y trasponer la puerta del bar, no sin golpear con el hombro una de las hojas. El golpe seco volvió a desperezar al gordo, que un segundo después retornó a lo suyo. Mordió la tostada con paciencia asiática, bebió café y durmió otra siesta temprana.

—¡Cuidado, Carlitos! —gritó Doña Margarita desde la barra—. Ay, este chico, qué nervioso, madre mía. Algún día le va a pasar una desgracia, que Dios no quiera.

Prasky, que ya había terminado de desayunar, sonrió por la torpeza del flaco y el comentario de abuela de la señora, se levantó y fue hasta ella.

—Buen día. Gracias por la pieza y el desayuno. ¿Cuánto le debo?

—¡Faltaba más! —se exaltó la mujer— ¿Cómo le voy a cobrar si lo suyo fue una desgracia? No, por favor, señor, me ofende. Guarde esa plata, hágame el favor...

Prasky obedeció sin discutir. Ella se lo perdía. Fue a lo suyo.

—Perdone, pero esto es Estación... Estación Alicia, ¿no?

—Sí, señor, claro.

—Me dijo el hombre del tractor...

—Don Dugoni.

—Sí, bueno, me dijo que aquí podían tener un teléfono. ¿Usted me lo podría facilitar?

M’hijito, el hambre le nubló la memoria: anoche le dije que no funcionaba.

Prasky se iluminó.

—Pero había otro, ¿no?

—En lo de Lopes, el de los libros. Eso también se lo dije anoche.

El tono de la mujer era suave. Demasiado gentil, pensó él. Sus palabras estaban desprovistas de toda sombra de agotamiento,
molestia o llano
desinterés. No conoce la ciudad, se dijo.

—¿Y adónde encuentro a este tal... Lopes?

—Ahí nomasito —dijo y trazó con la mano una recta imaginaria que concluía en una pequeña casa gris al otro lado de la plaza.

—¿Estará ahora?

—Debe. Golpee nomás. Pero el taléfono de él tampoco le va a servir.

—¿Por?

—Tampoco funciona, está discompuesto. ¿No le dijo Don Dugoni?

Sí, le había dicho, recordó.

—¿Y no hay cómo repararlo?

—¡No, qué va! Si está así desdiace como venticinco años.

—¿Veinticinco años? —se rió Prasky— ¿Y a nadie se le ocurrió arreglarlo?

—¿Para qué?

Prasky no entendió. O la mujer se burlaba o la gente de la zona tendía, como antes Dugoni en el tractor, a dar medias respuestas.

—Para que funcione, señora.

—Es que roto no está. Está arreglado. Lo que le pasa es que está discompuesto. Por la luz.

Prasky la miró y elevó las cejas, preguntando con ese gesto, buscando una respuesta en los ojos mansos de la vieja.

Discompuesto por la luz —reiteró ella.

—¿Qué pasó? ¿Un golpe de tensión?

—No, señor, la política.

—...

—La política se llevó la luz, joven, eso. Pero mejor pregúntele a don Lopes, que él sabe bien cómo es todo ese asunto —zanjó finalmente la anciana.

—Ok, entonces veamos qué nos puede decir este señor.

Se despidió y salió. La imposibilidad de hallar un modo para abandonar Estación Alicia empezaba a cansarlo. Algo más hacía el calor.

Apenas puso un pie en la vereda, el sol le dio en la sesera y sintió que el mundo le caía en los hombros. El agobio le restó energía. Hasta las chicharras cantaban cansadas. Se sintió como si no hubiera tenido reposo, como si el día estuviera terminando y no emergiendo. Era una sensación rara, y aun le restaba pasar algún tiempo allí.

Antes de empezar la marcha, volvió la cara al bar. Doña Margarita, casi copiando al tractorista de la noche anterior, le indicaba con la mano que siguiese recto. Prasky inclinó la cabeza y agradeció. Cuando daba el primer paso, el gordo del bar levantó la cabeza y lo miró con sus enormes ojos vacunos. Luego volvió a su rutina: café, tostada y a dormir.

—Ese sí que la pasa bien aquí —dijo Prasky casi en un susurro para sí—. En este lugar no hay ansiedad posible.

***

—¡Es él! ¡Es él!¡Es él!

El flaco de la camisa celeste era un solo nervio. Hablaba y los músculos de la cara bailaban una tarantela. El otro estaba frente a él, de brazos cruzados. Lo separaba una mesita de madera llena de harina y grumos de masa. Era igual de flaco pero más entrado en años. El flaco más joven apenas alcanzaba los treinta; él tenía algo más de cuarenta.

—¡Es él!.

—¿Seguro, Carlitos? ¿Está completamente seguro?

—¡Sí, sí!

—¿Por qué? ¿Por qué está seguro? ¿Por qué lo dice? —insistió la jirafa más vieja, que poco a poco se iba contagiando la excitación.

Carlitos miró a izquierda y derecha. Nadie oía. Se secó en la camisa las manos transpiradas de tensión. Tomó al otro flaco de los hombros y se le acercó al oído.

—Llegó anoche. Solo —dijo, y se alejó de un respingo, como si lo hubiera separado un rayo, moviendo agitadamente las manos, sin control.

El otro flaco no se convencía.

—Viene de Buenosaire, además.

—¿Y?

—Lo único que trajo es una bolsa verde, de plástico, y un bolsito.

—¿Y qué más? —se impacientó.

—El bolsito es como esos —dijo Carlitos y señaló un montículo de revistas. En la portada de una de ellas, sobre un aparador viejo, sobresalía la foto de un attaché de cuerina.

—Esos son los que usan ellos. Los que usan allá, ¿no? —remarcó.

A pesar del énfasis, el otro se revolvía en la indecisión.

—Puede ser —dijo, y pidió más información.

—Antes de que apareciera a desayunar, Doña Margarita me contó que Dugoni lo levantó del camino que viene para la Estación. Tenía el auto en la banquina. Y que el apellido es Parsqui, Varsky o Prasquitz...

—Siga.

Carlitos se mojó los labios con la punta de la lengua, tragó saliva y semblanteó al otro casi con desesperación: iba a anunciar algo importante.

—Cuando
me contó lo de Dugoni —volvió a mojarse los labios—, Doña Margarita dijo algo que me llamó mucho la atención.

—¿Qué fue? No me deje expectante, che.

—Iba a la semillera.

El flaco mayor se incorporó como si un choque eléctrico le cruzara el cuerpo. Retrocedió tapándose la boca con las manos. Se quedó quieto unos cuantos segundos, paralizado. Después echó a caminar por la pieza restregándose la cara, buscando reaccionar.

El lugar no era más grande que el cuarto de Prasky y apenas tenía espacio para la mesa, un aparador, una cocineta chica de hierro y un camastro con el colchón hundido. El piso estaba cubierto de harina, que también cubría casi toda la habitación, excepto la cama y la parte de del aparador invadida por los libros antiguos y las revistas usadas.

Los libros no encajaban allí. De hecho, si no fuera por ellos, la pieza pasaría por un ramplón cuarto de pensión. Pero el aparador era la biblioteca unipersonal del flaco mayor. Fuera de los estantes se acumulaban ejemplares de Marx, Engels, los socialistas de La Rosa, tratados sobre Saint-Simon, las obras comentadas de Martha Harnecker, panfletos firmados por la Juventud Revolucionaria Comunista impresos en la Universidad Nacional de Córdoba. Dentro del aparador, una rectilínea fila de libros de pie y de canto; lo mismo en los estantes inferiores, cerrados por puertas ciegas.

Todos pertenecían a Primo Porchetto, el flaco mayor, conocido en Estación Alicia como Porchetito. Porchetito era un tipo reconcentrado a quien la boca torcida hacia la izquierda y abajo le daba un rictus amargo permanente, aunque carente de ferocidad.

Porchetito era el panadero comunista del pueblo. Su negocio estaba a un lado de la línea recta señalada por Doña Margarita a Prasky en el bar. Se alzaba junto a la casa del bibliotecario Lopes, al otro lado de la plaza central, un cuadrado de pasto con el centro ocupado por un grupo de paraísos gigantes alimentados por las lluvias recurrentes.

La panadería eran mercado y casa de Porchetito, que no salía mucho de allí. Por su propio credo, no iba a la iglesia. Pocas veces frecuentaba el bar. Santuario o claustro, el panadero vivía en estado monacal y defendía ese territorio con decisión. Era su vida o algo parecido a ella.

Los pocos niños que vivían en los campos solían arrancarle con frecuencia el cartel del local, más por diversión que por maldad. En letras de molde, sobre la madera podrida, el cartel decía “La Espiga Roja”. Porchetito salía y los insultaba un rato y luego volvía a colgarlo. Una y otra vez, la escena se repetía semana a semana. Antes de subirlo, lo soplaba y le pasaba un paño de algodón.

***

El panadero dejó de dar vueltas de improviso. Le había cambiado el gesto.

—¡¿Se da cuenta, camarada?! —se exaltó ahora, festivo—. ¡Estamos ante un momento histórico! ¡Histórico, Carlitos!.... ¿Cómo me dijo que se llamaba...? ¿Varsky era?

—Algo así.

—Varsky.... Hummm... Eso es ruso. Viene de la capital, es ruso... No quiero pecar de crédulo porque no es bueno que el espíritu crítico abandone a hombres como usted o yo, ¿no es cierto?, pero, ¿a qué le lleva a pensar Varsky?.

Carlitos miraba a Porchetito como un chico que busca respuestas de boca del padre: en nada. ¿A qué debía llevarle a pensar?

—Varsky, camarada: ruso, ru-so... ¡Bol-che-vi-que! ¡Bolchevique puro o hijo de algún emigrado de la Revolución! ¡¡¿Se da cuenta?!!

Carlitos no se daba cuenta.

—¡¡Un nieto de la Revolución dándole soporte ideológico a la vanguardia de Estación Alicia!! —gritó.

Con los brazos en jarra, Porchetito volvió a girar por el cuarto. Se detuvo un par de veces rumiando frases y revisó el salón de ventas estirando el cuello por la puerta. No había clientes.

Carlitos, que lo seguía con expectación, descansaba las manos sobre el regazo, relajado, esperando. Había pasado del desconcierto a disfrutar el hallazgo: un soviético en la pampa argentina. No le costaba mucho seguirle la corriente al panadero. No había mucho por hacer en ese pueblo. Además, el otro era su patrón.

Finalmente, el flaco habló.

—Para qué mentirle, yo creí que era como nosotros, nada más... O sea, que venía a hacer lío a la semillera... Que era uno de los nuestros de Buenosaire y que estaba para enquilombar la cosa. Pero, qué quiere que le diga, usted me entusiasma... Pucha, che, no lo había pensado: un, ¿cómo le dice usted? ¿Un “cuadro”? Eso, un cuadro acá, quién diría... Le juro que me emociono. Mire, piel de gallina. Casi que le digo que se me pianta un lagrimón, eh. ¿Qué hacemos? ¿Sacamos la bandera para recibirlo al Vasrky este?

Porchetito se detuvo y lo encaró. La voz apenas era audible, pero el tono sonaba enfático y excitado.

—Todavía no, no nos apresuremos. Ni siquiera tomamos contacto con el camarada Varsky. Y hay que hacerlo con discreción. Discreción, pura discreción... A no ser, claro, que se aceleren los tiempos, y ando con unas ganas de meterle marcha que me salgo de la vaina. Usted sabe cómo es esto, camarada...

—La verdad que no tanto, pero le pongo atención. Ya sabe: yo lo sigo —respondió Carlitos más divertido que convencido. Al fin tenía algo en qué gastar las horas que no fuera armar bollitos, pan francés y carasucias.

Porchetito no le prestaba ya atención. Se le habían encendido los ojos y la sangre le corría a paso marcial por las venas. Estaba rojo. Carlitos solía decir que esa era su cara de huevo recién rascao.

—Ya lo hemos charlado con anticipación, camarada: la estrategia revolucionaria debe honrar la guerra de guerrillas —dijo el panadero forzando su ampulosa formalidad—. No podemos adelantarnos hasta tener definidas la estrategia y las tácticas mínimas. Esto es lo primero: reunir a los camaradas del Partido y preparar las medidas de anticipación.

—Guíeme, jefe.

—Lo guío, pero dígame camarada, no jefe. Primero, asamblea general. La convocamos para mañana. Dudo que podamos hallar a los compañeros obreros hoy.

—Es la segunda vez que lo dice. ¿Tenemos camaradas, compañeros obreros o...? No sabía que...

—Toda la peonada del campo, camarada, toda la peonada son camaradas.

—Pero nunca hablamos con ellos, jef... camarada.

Porchetito posó como para dar un discurso en el Senado.

—Esa gente está necesitada, che. Hablarles es lo de menos: el proletariado nace con la conciencia esclarecida por su propia condición de clase; después es la burguesía de mierda la que se encarga de confundirlo. ¿No me leyó los libros que le pasé? Siempre fue así. Sólo hay que sacudirles el frasco de bolitas. El pobre está jodido y sabe que está jodido, nada más necesita un empujoncito para entender quién se lo jode. Y para eso estamos nosotros, la vanguardia esclarecida. Y ahora que vino el camarada de la ciudad tenemos todo para liderar...

—¿Y segundo? —interrumpió Carlitos.

—¿Segundo qué? —respondió sin pensar Porchetito, aun atrapado por los finos hilos del pensamiento anterior.

—Que qué hacemos segundo.

Al panadero se le notaron otra vez las mayúsculas en la voz.
—Definición del Bando Revolucionario Número Uno, ni más ni menos —respondió—. Y punto, tranquilo, no me azuze el moro. Eso sí, antes del comunicado, debemos tener una primera conversación con el Camarada Varsky.. ¿Me dijo que el auto se le quedó en...?

—Chocado, en la cuneta del caminito vecinal.

Porchetito puso cara pensativa. Carlitos supo que se venía otra revelación.

—¿Se dio cuenta de lo que eso significa, no?

—¿Que no puede salir de acá?

—No, no... ¡Qué inteligencia! ¡Sublime inteligencia! Se le nota la talla al camarada, che —se acercó a Carlitos—. No se deja ver, camarada, no-se-deja-ver. Ése es el asunto con el auto chocado. Siguiendo instrucciones del Partido, se está haciendo pasar por un pobre visitante accidentado... ¡Já! Sutil, brillante. Qué digo brillante, ¡magnánimo!

Carlitos se entusiasmó algo más. No hacía falta más para que el panadero especule otro tanto.

—Está evitando que alguien siembre sospechas, así puede quedarse de incógnito el tiempo que haga falta. El tiempo necesario, el que necesitamos. Sí. ¡¿Quién va a creer que un agente de la revolución va a chocar su auto a propósito?! ¡!El boludo que se estrella en medio de la pampa no puede ser otro más que un porteño perdido!! ¡Qué inteligencia, carajo!

Carlitos, que lo escuchaba en silencio, asintió varias veces y tomó la palabra.

—La verdad que yo al principio dudé —confesó—. Pero, para serle franco, sabe que me convenzo rápido, y ahora que lo escucho a usted, así, decidido, como que se me aclaran todas las dudas que me quedaban, ¿vio? Ahora también entiendo por qué se hizo traer por Dugoni en el tractor: para sacarle información de la zona. Pero hay algo que no entiendo... —bajó la voz para engordar las palabras— Es algo que dijo Doña Margarita, algo que el camarada Varsky le preguntó a Dugoni: cómo hacía para salir rápido de la Estación.

El otro no se inmutó. Era un conspirador nato. Tenía la boca llena de razones.

—No lo malinterprete, no se va a fugar. Es sencillito. Busca caminos alternativos para eventuales movimientos de vanguardia y retaguardia... Pucha, ¿qué digo? —se corrigió— Quizá estoy yendo muy rápido. Quizás el camarada sólo medía los conocimientos de la sociedad prerrevolucionaria, lo probaba al viejo. A gente como Dugoni le cuesta superar la comprensión de que la burguesía no puede ser revolucionaria. Imagínese, viven rodeados de soja. No ven más que una alfombra verde a diario. No leen, no piensan. Mastican yuyo pampero. Son como vaquitas. Quizá, en su inteligencia, el camarada Varsky quiso tomarlo como termómetro social...

Porchetito acercó una silla a la mesa y se sentó frente a Carlitos. Cruzó los brazos tras la nuca. Suspiró. Una sonrisa divertida, como de chico pícaro, le desarmó la perpetua mueca trágica. Después volvió al tono vocal de cátedra impostada y al discurso envolvente, confuso y multitemático. El panadero tenía la lengua más rápida que el pensamiento. Siempre primero venía la verba; atrás carreteaban las ideas.

—No sé... Mejor paremos y volvamos a los hechos porque lo que haya conversado con Dugoni son especulaciones. Ajustémonos a la praxis, evitemos el juego alienante de las ideas sin materialidad. Para estas discusiones tendremos tiempo cuando el camarada Varsky nos acompañe en la preparación del asalto. No nos embalemos o nos va a pasar como la otra vez, la de la semillera, ¿se acuerda? En fin, por lo pronto, tenemos que traerlo aquí en algún momento.

—Puedo invitarlo...

—¡No, hombre, ni se acerque! No, deje actuar al camarada. Está entrenado para establecerse y no revelar su identidad hasta el momento decisivo. Lo entiendo, no crea, yo también estoy pensando en el acercamiento. Mientras, imitemos su sutileza. ¡Ni mención de nada a él, a ver si interferimos con sus planes! Peor aún, ¡hasta podemos arruinarlos! No, nada de eso, nada de eso... Ninguno de nosotros quiere transformarse en traidor a la causa ni por error, ¿no es así?

Carltos asintió; Porchetito no se detuvo.

—Sólo le contaremos los planes en detalle cuando la situación prerrevolucionaria se haya encaminado hacia el primer estadío del cambio. Nunca antes. Nunca, ¿me oyó? Recién entonces, recién entonces... Recién entonces todos juntos, incluido el camarada Varsky, izaremos la bandera de la Nueva Estación Revolucionaria de Alicia. ¿Qué tal?

—Bien, bien. Tanto tiempo esperando, ¿no?

—No, digo que qué tal el nombre: Nueva Estación Revolucionaria de Alicia. Nueva ERA. E-R-A.

—Ah, sí, muy bueno —respondió el otro sin convencimiento—. Además, al fin se va a dar, ¿no? Quién lo iba a decir, jef... camarada.

El panadero no iba a dejar pasar la oportunidad de volver al vibrato de palco presidencial.

—Así son las revoluciones, che... A nosotros nos tomó décadas preparar el escenario político. ¡Décadas! Años de lucha. ¡Años de frustraciones! ¡De ver cómo la burla se hacía carne en nuestra carne!... Pero ahora transitamos la nueva senda. Los camaradas de Buenos Aires han entendido que el momento es próximo, y mire que se han tomado tiempo, eh... Pero ya estamos: ¡primero será Estación Alicia, luego tomaremos la semillera imperialista y haremos de los campos predios comunitarios de producción! Sí, camarada, al fin: la revolución que pensamos está en camino. ¡La soja será roja o no será nada, carajo!

—¡Viva la Revolución y el Partido Comunista de Estación Alicia!

Lloraron de euforia y se abrazaron calurosamente, con palmadas en la espalda y sacudones de cuerpo. Porchetito se recompuso primero.

—Momento, camarada. Paso por paso. Volvamos al principio: el punto número uno es convocar a la asamblea. Reúna a los camaradas para mañana a la noche, por favor.

—¿Camaradas? Ah, los peones. Lo que diga, sí. ¿Y dónde nos juntamos?

—En la panadería, ¿o tiene otro lugar? Desde aquí hemos mantenido la batalla ideológica, camarada, la resistencia simbólica a la reacción —volvió a volar Porchetito, ahora con épica en la garganta—. No vamos a cambiar ahora. De este lugar jamás fue arriado el estandarte de La Espiga Roja y desde aquí se izará nuestro glorioso pabellón al cielo.

—Es un cartel de madera, no una bandera.

—¡Entiéndame la metáfora y no se me detenga en la nimiedad, che! ¡Un revolucionario sabe leer bajo el agua lo que la palabra no dice, camarada!

—Disculpe,
Boschetto... —dijo sinceramente apesadumbrado Carlitos.

—Y no me diga Boschetto, por favor. ¿Qué le pasa? ¿No está atento? Si-tua-ción-pre-rre-vo-lu-cio-na-ria. ¿Le repito? Pre-rre-vo-lu-cio-na-ria. El cambio lo tenemos aquí, frente a nosotros, mirándonos como una vaca. ¿Qué hemos debatido por años? Que ante el cambio, nuestra identidad se transforma. Eso es importante, entiéndalo: nuestra identidad no es la que era. Yo ya no soy más Boschetto ni usted es Carlitos. Grábeselo.

—¿Y quiénes somos?

—Bueno, ése punto se nos ha escapado —dudó el panadero— ¿Qué nombre quiere?

—Siempre me gustó Carlos. Es el que me puso mi mamá, que Dios la tenga en la gloria. O Carlitos.

—Pero ya se llama así y necesita un nombre de combate para la clandestinidad. Concentrémonos. Debemos cuidar la presentación pública. Oculte su ferviente deseo de transformación detrás de la imagen de siempre, camarada —Porchetito acercó su cara a la de Carlitos—. Pero usando otra identidad, ¿me entiende? Igual pero distinto. Como un camaleón. Déjeme refrescarle: situación prerrevolucionaria es sinónimo de cautela. Usted sigue siendo Carlitos para todo el mundo pero para el Partido su identificación es otra persona... Será... Será...

Porchetito hizo una pausa con el puño apoyado bajo la nariz. La mueca de la boca volvió a marcársele a fuego.

—¡El Camarada León Trotsky! ¡Un trotskista que no será expulsado cuando la dictadura del proletariado socialice la soja!

—Ah, ya caigo... ¡La hoz y el martillo son las simientes del pueblo nuevo como la soja pura alimentará a la nueva nación!

—Trotsky, mi querido Camarada Trotsky, estoy emocionado —dijo Porchetito con la voz quebrada de ansiedad—. Desde este momento, en mi carácter de Líder del Partido Comunista Revolucionario de Estación Alicia, le encomiendo la preparación de las huestes de nuestro, y escúcheme bien, nuestro Ejército Rojo, Camarada Trotsky.

—Su deseo es orden.

—Gracias. Recuerde —Porchetito levantó el dedo índice—: primero, asamblea. Convoque a la gente. Vaya de una vez. El temario es único: la revolución. ¿Muy críptico? Que quede así por ahora, no hay que avivar giles. Y el primer punto de la acción práctica revolucionaria: el bando número uno para discusión interna.

—¿No lo vamos a hacer público?

—No hasta hablar con el camarada Varsky. ¿Él sigue en lo de Doña Margarita?

—Sí.

—¿Usted no se presentó, no?

—No, apenas lo relojié desde la distancia. Impone respeto, le digo.

—¿Es grandote?

—No, usa ropa cara. Capaz que eso es bueno para andar de tapao, digo yo. Y mantiene las distancias. Mira desconfiao.

—Así debiera ser para ser un hombre entrenado por el Partido. Lo vamos a visitar pronto, sí. Pero no quiero que se me pierda, Camarada Trotsky: asamblea mañana por la noche en La Espiga Roja Revolucionaria. Vaya nomás.

—Bien... Ah, ¿y usted, camarada? —dijo Carlitos, ya saliendo de la piecita.

—¿Yo qué?

—Su nombre. ¿Quién va a ser, mi comandante?

Porchetito sonrió.

—De eso ni se habla: yo soy Karl Marx.


SIGUIENTE → ANA NO DUERME

ANTERIOR ← CALDO DE VERDURA Y GALLINA

4 piquetes:

› Un piquete VIP de Unknown

Jaaaaa! Karl Marx!!!
Jaaaaa!

› Un piquete VIP de Unknown

Me matan estas ironías: "El pobre está jodido y sabe que está jodido, nada más necesita un empujoncito para entender quién se lo jode. Y para eso estamos nosotros, la vanguardia esclarecida."

Je je

› Un piquete VIP de Anónimo

Fabuloso, el Piquetero VIP hasta cambió el modo de poner comentarios. La página que tiene Blogger es un asco.

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Bienvenidos.
Marta: Ni respeto a la historia, che.

Soledad: ¿Será cierto?

Anónimo: ¿El mismo del otro día? Sí, buen look & feel.

Dejar un comentario en Piquetero VIP

Bemvindo.
Somos gente grande, así que no hay moderación de comentarios anónimos. Textos ofensivos, al tacho de basura.

 
© Diego Fonseca Licencia Creative Commons ::: © 2008 - [ village ] diseño de doxs | templates