miércoles, 16 de julio de 2008

Ana no duerme

LA REVOLUTA - EPISODIO 6

Los pájaros ni cantaban. El cielo amenazaba ya con otro desplome y a Prasky no le gustó la idea de que el aguacero lo tome al descubierto. Se quedó detenido un par de minutos en la vereda buscando algún trecho seco para cruzar la calle. Mientras dormía, algún arriero debió pasar por la callecita con una tropa completa. Las huellas estaban ahí, sobre un barro blanco, chirle, resbaloso como pocos. El pueblo era un lodazal profundo, un sitio donde se podían empantanar ideas.

Pero no había más alternativa que cruzar el guadal y rodear la plaza por las veredas. La misma plaza estaba inundada de agua, cortándole el paso más directo a la biblioteca. Atravesó con lentitud la primera calle y llegó a una vereda de ladrillo. Había una sola casa allí. Tenía un jardín de calas custodiado por dos enanos de yeso con sombreros rojos. Los gorros estaban desteñidos por el sol y los enanos parecían tristes. Por la insolación o por vivir allí.

La casa era gris, como un panteón de cementerio. De hecho, todas las viviendas del perímetro de la plazoleta eran grises. Grises, cuadradas y de una planta. Como si el aburrimiento se hubiera cosificado en arquitectura. Al fondo, el paseo por el que iba Prasky acababa en un terreno abandonado donde un naranjo de frutas gordas vivía protegido por los pastos altos. Era lo único con vida en la cuadra de los enanos.

La calle final estaba mejor, sin huellas y con una perceptible consistencia. Igual la transitó con cuidado. Ya sobre la otra vereda, nada más debía trasponer una última casita y tendría la biblioteca frente a sí. La casa en cuestión tenía una sola ventana, casi sobre el final de la pared, y una puerta en el centro, abierta de par en par. A un lado de la puerta había un cartelito de madera.

Prasky volvió a extremar el cuidado: había mucho moho en la acera de ladrillos y el piso estaba especialmente resbaladizo. Por esa cautela, tuvo tiempo de mirar con detenimiento el cartel de la casa: “La Espiga Roja”. Echó luego un ojo por la puerta abierta y vio a dos tipos conversando en un cuarto trasero. Uno caminaba como enloquecido, con una especie de alegría exagerada para el pueblo. No lo conocía, pero sí al otro: era el flaquito nervioso del bar. Estaba sentado frente al caminante.

En la parte delantera de la casa, que para entonces ya había reconocido como el saloncito de ventas de una panadería, había estantes con cestas donde se humedecían algunas varillas de pan y un par de tarros de mayonesa Helmann’s repletos de grisines. Al fondo, un horno a leña.

Y ya. La panadería acabó y, en dos pasos, estuvo en la que debía ser la biblioteca de Don Lopes. Era la casa más pequeña de todas en la acera, tanto que llamarla casa resultaba impropio. Ni qué hablar de biblioteca. La vereda era, como en la cuadra de los enanos, de tierra. Pero aquí el terreno estaba firme.

Caminó decidido hasta la puerta, arrastrando los zapatos para sacarse el barro, y golpeó.

***

Ana no duerme. Literalmente.

Ana, la joven Ana, la maestra rural Ana, deambula por su casita procurando cazar al sueño agazapado en un rincón. Bebe té de peperina y todo tipo de infusiones naturales que halla en las huertas, medita. Y no duerme. No hay modo de que sus párpados se caigan como portones pesados. Su descanso se limita a espamos de sueño. Unos minutos y ya. Quizá un par de horas al día; cuatro, como mucho.

La chica, menuda y en sus treinta, conserva cierta hidalguía física y una juvenil cabellera rubia. Y a pesar de las bolsas que le tomaron por asalto los ojos, también el semblante está terso. Ana llegó al pueblito varios años atrás. Pidió un traslado desde una escuela de ciudad, tentada por los salarios especiales que el gobierno pagaba para maestros de zonas desfavorecidas. Sería por un tiempo, pensaba entonces, para juntar algo de ahorros y luego elegir qué hacer.

En Santa Rosa, la ciudad donde vivía, no había nadie más que una abuela descascarada, huraña, medio sorda y con un humor de perros. Al principio de los tiempos, cuando la maestra era la extraña de Estación Alicia, mantenían un intercambio epistolar frecuente. Con los años, e incluso antes del problema de la luz, las respuestas de la nona se espaciaron hasta acabarse.

Ana pensó en viajar a Santa Rosa a conocer su estado —temía lo peor— pero las dificultades para salir del poblado postergaron el movimiento. Finalmente, como si la vieja nunca hubiese existido, ella también dejó de escribir y se olvidó del asunto. Si algo hubiera ocurrido, la habrían ido a buscar. O no, pues no había quien pudiera hacerlo.

Fue para la misma época que comenzó con los problemas de sueño. No fue nada especial. Ni exceso de mate ni de calores sin apaciguamiento. Nada: una noche no pudo pegar más un ojo y así siguió. Su reposo se limitaba a cerrar los ojos adonde la cogiera el cansancio. Unos minutos y vuelta a andar.

Gastaba las noches escuchando los ruidos del campo. Al salir el sol, después de una ducha helada, se cambiaba el camisón por un pantalón o una falda y una camisa de algodón y se ponía su guardapolvos raído. Le tomaba media hora llegar a la escuelita rural de Estación Alicia tomando el caminito que nacía justo en el patio de la casa.

Aquello donde enseñaba no era propiamente una escuela. Como la biblioteca de Lopes, la designación era generosa. No había más que una pieza haciendo las veces de aula, un pizarrón de madera verde y varios pupitres viejos de hierro y madera. Afuera, un cuadrado de tierra apisonada a modo de patio, un palenque para los caballos de los niños y un algarrobo de sombra gorda.

Ana pasaba la mañana allí enseñando geometría, aritmética, lengua, historia y geografía. Ella misma armaba las clases. Hacía años que no llegaban a la Estación manuales oficiales de enseñanza ni libros. Tampoco tizas o borradores. Menos un sueldo para ella. Pero se seguía quedando.

Sus alumnos eran hijos de los peones de los campos, chicos sin futuro, como sus padres. Tenían de cuatro a quince años. Todos iban a clase por obligación o costumbre. Se quedaban sentados masticando el aire, aburridos o abandonados. La maestra también. Los chicos preferirían andar matando caranchos a hondazos que perder el tiempo aprendiendo
la regla de tres simple. Ella, en cambio, no tenía mucho para hacer.

Quizás los retazos de alguna utopía juvenil o la necesidad de hacer algo más o menos digno mantenían a la maestra con voluntad para dictar clases. Aunque, en rigor, las suyas no era tampoco clases como tampoco eran aula y biblioteca ese cuchitril y el de Lopes. Las lecciones eran absurdos viajes imaginarios. Invenciones absolutas.

Para cuando nacieron, ya había dejado de dormir. La primera surgió con una distracción. Por cansancio o por un truco de la mente, dijo en la clase de geografía que los ríos iban del mar a la montaña. Nadie la corrigió, por supuesto.

A aquel detalle orográfico le siguieron más olvidos y confusiones hasta que, finalmente, sin control ni castigo, Ana se entregó a la impunidad. Las fantasías, hasta allí ocasionales, adquirieron método.

Jugó. ¿Quién podía decirle que tal capítulo de la historia no era como ella lo narraba? ¿Los chicos, sus padres? ¿Importaba si la información era incorrecta? Un error no les cambiaría una vida condenada de antemano. Difícilmente saldrían de allí. Era un pueblo olvidado y una escuela perdida en él y su ignorancia. Los chicos parecían cajas vacías para llenar con juguetes.

Ana inventó teorías de trigonometría, historia, gramática. Creó una letra, la , para adaptarla al acento cordobés de los niños. Alimentó la boca de poetas y declamadores y puso letra en las manos de escritores de aire para narrar sus cuentos y novelas. Disertó propiamente sobre la vida y obra de Oberdán Zúñiga, un desconocido astronauta uruguayo que halló las nubes escondidas del Reino de Goq.

La biología le costaba, pero había hecho el esfuerzo hasta dar con explicaciones verosímiles, por ejemplo, para el origen de los gorriones. Desde entonces, los niños supieron que los pájaros eran una cruza entre ranas y tucanes. Las ranas les heredaron la voracidad; los tucanes, la curiosidad. Que el pico del tucán fuera noventa veces más grande que el del gorrión no era obstáculo para el mito. Vivían en la pampa, no había televisión, radios o periódicos. Las revistas no existían y tampoco los documentos. Qué podían saber esas criaturitas de Dios del Amazonas.

La última vez que la maestra siguió con algún detalle los libros fue también la primera en que inventó un episodio histórico completo. El hecho era la sanción de la Constitución de la República de La Falda, un pueblo de las sierras de Córdoba que Ana conoció de niña cuando sus padres vivían. No fue como la original, la nacional, firmada en 1853 en San Nicolás de los Arroyos. Tampoco contó con congresales llegados de todo el país conocido y organizado. Ésa fue una constitución escrita y firmada por indios comechingones que tuvieron como testigos a un español que vendía telas y a dos bandoleros norteamericanos. Según recordaba Ana, uno de ellos decía llamarse Sundance.

La constitución informaba que creaban la República en el año de 1860, cansados de enviar cartas a Juan Manuel de Rosas y Justo José de Urquiza para que dejasen de pelear como niños que discuten por el postre, a los confederados para que se separasen y uniesen a Chile o a Brasil, y a los porteños para que abandonaran Buenos Aires y se mudaran a Montevideo.

La maestra dijo a los chicos que esas cartas también tenían por objetivo notificarles la anexión del centro del país a las provincias del norte y Paraguay. La Patagonia, bajo el nombre de República Independiente de la Patagonia, o R.I.P., sería vendida a Sundance y a su compañero, un tal Cassidy, a cambio de oro boliviano y monedas de plata peruanas. A nadie, decía Ana, le importaba un pedazo de tierra con vientos huracanados y donde no crecía ni el pasto. Era casi como aquí, argumentaba, adonde nadie viene así tengamos lluvia y no viento y una selva de soja en vez de desierto.

La nueva nación nacida a la faz de la tierra había adoptado el nombre de República Unida de La Falda del Paraguaí. Tenía un himno cuyas vocales eran todas letras “u”. Fue una sugerencia de Sundance, para que sus nuevos amigos recordaran el sonido de los vientos de los territorios patagónicos que habían entregado a dos pobres viajeros del norte. La República sería gobernada por un triunvirato de mujeres y cada once de mes se suspendería el trabajo para rezar cinco veces mirando a La Meca.

El proyecto no prosperó. La constitución nunca entró en vigencia. La República Unida de la Falda del Paraguaí se deshizo no tanto por sus disparatadas metas sino por las cartas de los comechingones. A los porteños no les gustó nada que los mandaran a saltar el Río de la Plata y a los confederados, orgullosos y recios, les provocaba úlceras mudarse del Litoral a Rio Grande do Sul para llamarse gaúchos en vez de gauchos.

Ambas facciones enviaron comisiones armadas a La Falda para dispersar la intentona. Lo hicieron sin resistencia pues no había nadie para defender la ciudad y la causa. Los gringos se habían escapado a la Patagonia, donde no se supo más de ellos. Los indios eran demasiado afectos a la bebida: recibieron a la soldadesca invasora como a viejos compañeros de boliche, entre llantos, risas e invitaciones al trago. Tampoco el español combatió. Vendió su inventario de fieltro a los soldados, que quedaron como reyes con sus mujeres. Además del Kid y Cassidy, dos indios comechingones se fueron antes del arribo de la partida. Llegaron a lomo de burro a Paraguay, donde tiempo después serían generales en la Guerra de la Triple Alianza.

Cuando la maestra narraba historias como ésta, los ojos asombrados de los niños eran del tamaño de monedas de peso. La muchacha tenía facilidad de palabra y, a pesar del cansancio, era histriónica y manejaba bien las pausas y silencios. Le imprimía buen ritmo al relato y la clase, una soberana actuación, resultaba atractiva. Fue así que consiguió interesar algo más a los pequeños en la escuela. Y ella halló que enseñar era un juego, así contase mentiras.

La jornada escolar concluía al mediodía y cuando los chicos la dejaban, recién entonces, Ana permitía al sueño arremeter. En ocasiones, se vencía y tomaba siestas de a minuto sentada en la sillita del aula. Otras, caminaba somnolienta hasta la casa y se desvanecía sobre la cama para despertarse al cuarto de hora. En contados momentos dormía una tarde completa. Y si lo hacía, esa noche no pegaba un ojo.

Cuando recordaba la canción de Spinetta, se sentía fotografiada. “Ana no duerme. Espera el día”. ¿Qué día?

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16 piquetes:

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Primero en escribir un post y se siente raro. Es sólo para pedirles que si ven "typos" (errores de tipeado), gramaticales o de sintaxis, avisen aquí. Hace años que no reviso en detalle este texto. Ahora, si lo que hallan son errores de sentido, olvídenlos. Esos no tienen arreglo.

Diego

› Un piquete VIP de Anónimo

Muy sutil lo de la maestra y ademas me diste unas ganas de escuchar Almendra que ya mismo lo voy a poner...
Me llegó tu texto por email. Gracias.

Alberto C.
Bs As

› Un piquete VIP de Anónimo

Republica Independiente de la Patagonia: R.I.P
Ja ja ja
Muy original.
Susie

› Un piquete VIP de Esteban Dublín

¿Cómo haces una distinción entre el piquetero y el gemelo malvado? ¿No sería ideal un blog, sin VIP, en donde todos podamos entrar sin distinciones?

› Un piquete VIP de Esteban Dublín

¿Es decir, un blog más socialista, que no distinga entre los que ven al gemelo o los que piquetean?

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Alberto: Después de "Almendra", poné un solo tema: "Avenida Alcorta" (no es Spinetta, pero...). Y contame.

Susie: Y bué.


Esteban: VIP es una ironía. Y me gusta la diversidad. Si alguien te impidió entrar, avisame y mando a mis bouncers. ¿Socialista? Si decías "Sandinista!", me ponía a escuchar a los Clash, pero así...

› Un piquete VIP de Anónimo

Como no he llegado a leer las anteriores "Revolutas" supongo (y a lo mejor me equivoco) que el protagonista es un vagabibliotecas que caza relatos. Lo que se llama de siempre un cuento dentro de otro cuento.
La maestra tenía un potencial totalmente desperdiciado. Podía haberles contado a los niños que eran descendientes de un pueblo luchador y valiente que se fue acomodando con el atontamiento de una religión foránea y el sometimiento de un pueblo malvado. Así, quizás les hubiera sacado de dentro a los guerreros que tenían y haber conseguido de ellos, por lo menos, voluntad.
Buen relato.

› Un piquete VIP de Anónimo

http://www.libresparasiempre.org/

“Le ordeno al Estado Colombiano que en cumplimiento de su deber constitucional…Si yo llegara a ser secuestrado…Emprenda un operativo para rescatarme…A sangre y fuego…Cueste lo que cueste…Y asumo la responsabilidad ahora que soy libre…Y decido”

Inscribámonos colombianos de bien, Que si nos pasa a nosotros, no pasemos a ser una simple mercancía que se compra, se vende o se canjea…ya basta de que estén jugando con los sentimientos de nuestros familiares…No mas Violencia…No mas secuestros…No mas mentiras…No mas FARC

Pásenlo

http://www.libresparasiempre.org/

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Soboro: Difícilmente hubiera conseguido sacarles nada. O sí. Veamos cómo sigue la novela.

Libres para siempre: Lo mismo digo.

› Un piquete VIP de Unknown

"El pueblo er aun lodazal profundo, un sitio donde empantanar ideas"
"Las casas eran grises, cuadradas y de una planta. Como si el aburrimiento se hubiera cosificado en arquitectura".
Un pueblo sin luz. En medio de una llanura desolada. No hay teléfono ni nada para comunicarse.

Esto se ve tétrico. Sólo falta Tom Cruise para hacer la guerra de los mundos y que se levante el viento.

› Un piquete VIP de Unknown

Esta maestra me confirma que por el sur andan un poco como Chaparrón Bonaparte, Gemelo. Cuesta entenderlo para el no argentino pero si te imaginas paralelos lo llevas bien.

› Un piquete VIP de Unknown

Oh, he visto que modificaste el lay out. Está cañón, especialmente tu BIO con la referencia de Virginia Woolf.

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

FeDE: Entonces vendrían marcianos de verdad.

Emir: ¿Paralelos o para lelos? La referencia a Chaparrón (dígame Licenciado), me descentró. BIO: Es mejor la segunda parte que la primera. Las biografías son necesarias pero me asustan. Mal karma, quizás.

› Un piquete VIP de Unknown

Estación Alicia es un sitio donde se pueden empantanar ideas. Muy buena metáfora de la Argentina. Seguiste las noticias de los últimos días? Ya sé: ya te pregunto en La Lettera.

› Un piquete VIP de Anónimo

Suscripto! Te leía a escondidas, pero me animé.

Pedro (adiviná)

› Un piquete VIP de Diego Fonseca

Ana Lía: Seguí las noticias. Estoy viendo si escribo algo para La Lettera y SDF. No sé.


Pedro: Bienvenido. Las adivinanzas me matan.

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