jueves, 12 de febrero de 2009

Viaje al ghetto rojo de ET

LA REVOLUTA – EPISODIO 34

Entusiasmado, Prasky describió el contenido de las peceras. En la derecha había soja transgénica de Monsanto; en la izquierda, granos comunes. Ambas estaban selladas herméticamente pero mientras en una (derecha) los gusanos brillaban de gordura, en la otra (izquierda) eran abono para el suelo. La soja no es política pero a Prasky le divertía provocar la analogía ante la mirada extraviada de Porchetito Marx. El Comandante estaba lejos de comprender que sus planes estrambóticos yacían en el piso, a la izquierda de los gusanos más vivos.

...y eso es así porque la soja transgénica afecta la genética del gusano, mandándolo al bombo —concluyó Prasky.

Un pluma podría haber provocado un estruendo en medio de tanto silencio, y esa pluma fue una queja del Comandante Marx.

¿Esto comemos nosotros? ¿El imperio nos da de comer pasto con veneno? —se exasperó— La gran puta madre que los parió, debimos empezar la revolución antes, ahora es capaz que nos estemos muriendo en vida y...

¡¡Porchetto!! —el grito de Prasky devolvió la escena al silencio original. El panadero podía exasperar a un perezoso de tres dedos.

Por lo que más quiera —recuperó las formas el periodista—, ¿quiere dejar de joder por un rato? No le pido toda la vida: cinco minutos, ¿sí? A ver... No dije nada de eso, no nos dan de comer veneno, no. Dije que la soja modificada afecta al gusano. No conozco el procedimiento en detalle ni tenemos tiempo de discutir de genética vegetal ni humana. Concentrémonos en los importante, por favor —volvió a dirigirse a Porchetito Marx, que contenía la rebeldía cerrando los puños dentro del bolsillo del pantalón—. Su reacción me da la pauta de lo que nos es útil, Porchetto: el miedo. Lo mismo que usted creyó sobre la soja lo tienen que creer ellos, ¿sí?

No justifique al imperio, Prasky —coló el Comandante, subrepticiamente.

Prasky respiró profundo. Miró a Ana, que hizo una mueca indicándole que se despreocupara del panadero.

Enfóquese en lo que le digo, Comandante —retomó el periodista—. Esto es veneno sólo para bichos, ¿me sigue?, pero lo que nosotros vamos a decirles a ellos es que, precisamente, no lo es. Es veneno para nosotros.

Porchetito no quería entrar en razón. Se le notaba el capricho a flor de piel. Prasky se preguntó por qué los demás no lo reconvenían. Ana, Lopes o incluso Carlitos, el ayudante. Cualquiera. ¿Era autoridad lo que poseía sobre ellos o a nadie le importaba nada? ¿Tan liviano era vivir allí?

Dejémoslo ahí —volvió a encarar el Comandante Marx—. Me está dando otra razón para ir contra estos gringos asesinos. Que la gente se muera de hambre por la avaricia de las multinacionales y los empresarios corruptos. Pero deje, ya, está bien, no nos preocupemos por esto, que es menor —ironizó—. Hagamos lo que usted dice, por ahora —enfatizó levemente.

Prasky no perdió el tiempo.

Entonces avise que uno de nosotros va a salir. Cuando esté fuera, que ponga las peceras frente a la puerta de la panadería. ¿Mandaron la linterna?

La tenía Porchetito en la mano.

Perfecto. Que también ponga la linterna debajo de la pecera para que apunte directo sobre los vidrios. Eso le va a dar mejor efecto lumínico. Ahora, la radio.

¿Qué va a hacer con la radio? —ese tema había escapado al Comandante.

Aprovecharla. No sé bien cómo, pero....

...¿No sabe qué hacer? —interrumpió, sobresaltado, Porchetito Marx.

Prasky mantuvo la calma, aunque no la dejó pasar fácilmente.

Humm... A ver... Hummm... No, qué quiere que le diga... No sé. Así que mejor lo dejo en sus manos, ¿le parece? total a usted le sobran ideas.

Marx calló; Prasky volvió a armarse de paciencia. Se enorgullecía por esto. Seguramente la calma pueblerina lo sosegaba también a él; en la ciudad ya hubiera al panadero por una ventana. Pero aquí, amen de la paz del caserío, se jugaba su propia carta, un nuevo intento, esta vez solapado, por volar definitivamente de Estación Alicia.

Mire, Comandante, al menos con la radio podemos hacer que los medios se enteren. Si la cosa prende, no le digo que vendrán todos ni muchos, pero los pocos que sean estarán aquí en nada de tiempo. Pero hay que vender bien el cuento... Usted, señor —Prasky llamó al verdulero a su lado—, ¿puede sintonizar para que capten esto en Buenos Aires?

No habría problema, che —dijo Raimundi con seguridad, sintiéndose importante—. Hay vario colegas cazadore de ognis aiá.

Bien, despídase de ellos, de los ovnis y de los marcianos, y dígales que otras personas van a empezar a usar la radio. Después de eso —se volvió al Comandante Marx—, empiece con los bandos revolucionarios.

Tenemos uno solo —informó el jefe de la revolución campera.

Para solucionar eso está Ana —dijo indicando a la maestra, que hizo una reverencia tomándose la falda e hincando la rodilla—. Con lo que escriba llama la atención de cualquiera.

Sigo sin entender cuál es el beneficio —insistió el panadero—. ¿Aun la revolución no triunfó y ya la estemos exportando? Eso no se corresponde con la praxis de...

Prasky no comprendía por qué Porchetito se resistía a su orwelliano proyecto, si era, sin falsas modestias, perfecto. Detuvo el monólogo incipiente mostrándole la palma de la mano.

Otra vez, Comandante —¿por qué no lo enviaba al diablo, por qué no lo mandaba a cagar cuarenta veces?—, tiene que hacer saber que están haciendo algo... Si usted lo pone en los medios de Buenos Aires, se entera medio mundo. ¿Quiere ganar la disputa? ¿Hacer la revolución? ¿Cuidarse el tujes? Entonces use la radio de Raimundi y asegúrese de que quien escuche grabe la conversación. Si el tipo es más o menos vivo, la va a llevar a una estación de radio, y, bum, explota todo. Ahora, otra vez, si tiene una mejor idea, yo me callo y...

El Comandante Marx no quiso ser superado nuevamente por la situación.

Varias, por supuesto... Ejem... Pero ya dije, probemos con la suya... Así se compromete de una vez con algo, he. Eso sería un éxito revolucionario, para empezar.

Prasky no dio demasiada importancia; que pensara lo que quisiera.

Hagamos, entonces.

Raimundi encendió la radio y estuvo varios minutos revisando sintonía y llamando a sus colegas. Cuando halló a su grupo habitua tuvo la practicidad de la que carecía Porchetito Marx y comenzó a despedirse de inmediato. Nadie pudo adivinar que la despedida constituiría una prolongada perorata sobre Rosswell, viejas conversaciones del grupo sobre vida alienígena en Marte y Saturno, la trampa de la llegada del hombre a la luna, ciertos improbables experimentos marcianos en la Tierra, una religión de un tal Azräel, millones de abducidos por las naves planetarias que ahora dirigían países... Media hora después, del otro lado se escucharon varios “comprendido y hasta siempre, colega” y el verdulero anunció que pasaba la radio a nuevos controladores. Antes de eso, pidió al grupo de cazadores de platillos voladores que escucharan con atención pues había un mensaje que requería de su apoyo y difusión. Todos aceptaron y la línea se quedó en un expectante silencio a la espera de los voceros del cambio en Estación Alicia.

Ana se sentó junto al Comandante Osvaldito Lenin y le dictó el comunicado de proclamación de la revolución. Improvisó un inicio para que los radioaficionados supieran qué se venía. Era un intento que entrañaba cierto riesgoso. Lenin era gangoso y confundía la pronunciación de algunas letras, o porque era disléxico o porque era bruto. Específicamente, cuando a lo largo del texto se refería a los principios ideológicos de la revueltas, inspirados en apotegmas marxianos, de su boca salía una pronunciación largamente diferente: marzianos. Eso, sumado a la imposibilidad de cierto cierre semántico del texto, hacía perfectamente factible que los alienados radioperadores creyeran que un grupo de alienígenas había tomado un pueblo de agricultores argentinos.

Para la revolución era un dilema gordiano. Por un lado, la confusión destruiría la pretensión de seriedad de la revolución; pero, por otro, garantizaría al menos que la revoluta existiera dando algún testimonio de sí. Y esto parecía más razonable. A simple vista, el telefonazo de un cazador de marcianos diciendo que marcianos descendieron en la pampa y declararon una revolución comunista haría sonar las alarmas de titular a la vista a cualquier reportero. Si además el escucha llevaba la grabación del Comandante Lenin narrando las improvisaciones de Ana, y si a eso sumaba alguna deformación adicional por una buena dosis de estática, ganarían de inmediato la atención de los medios amarillistas.

Luego, el incendio: titulares que harían las delicias de The Sun, Bild!, el National Inquirer, Televisa. «OVNIS IMPLANTAN LENINISMO EN EL CAMPO». «¡¡MARCIANOS DERROTAN A MONSANTO!!». «VIAJE AL GHETTO ROJO DE E.T.»«¡EXCLUSIVO: NO TIENEN LUZ PERO SÍ ALIENS ROJOS QUE TRAGAN SOJA!». «!!LA PRIMERA REVOLUCION MARXIANO-LENINISTA ES ARGENTINA!!». «URGENTE: EXTRATERRESTRES COMUNISTAS TENDRÍAN CONEXIONES CON EL GOBIERNO».

Prasky sabía bien lo que hacía. Provocar un escándalo, y no otra cosa, era su intención primaria. La ocasión se le presentó con Raimundi. Hasta entonces, el periodista había resuelto empujar a Porchetito a que enfrente su destino con cuanta valentía pudiera cargar en la mochila. La compasión lo había sumado a la causa pero, por lo mismo, no podía mantenerlo en ella. Cuando dio con la radio, Prasky volvió a correrse de la escena. Porchetto, que al aparecer Raimundi en el patio estaba ahogado en su estima destruida, no vio venir el engaño. Ahora el periodista ganaría todo el tiempo que pudiera para jugar la chance de que lo rescatase alguien racional —y eso sólo podía significar alguien de Buenos Aires. No tenía confianza en Giusti y sus perros; se comerían a Porchetito crudo y luego lo pondrían a él de postre. Menos en El Senador o el gobernador de Córdoba, gente bochinchera y ladina.

La transmisión le aseguraba un salvoconducto. Muchos de sus colegas que trabajaban en medios importantes podrían saber qué estaba pasando en ese pueblo con tan sólo escuchar, al pasar, el nombre de Ezequiel Prasky. Algunos supondrían que se habría vuelto loco; otros verían razonable que anduviera en tamaña extrañeza de asunto y los menos se preguntarían qué demonios estaba haciendo allí. El porteño confiaba en ellos: bastaba que uno solo llamase a la revista para contar a McManaman lo que había oído de su empleado para que éste hiciera algo. Y eso si no era el mismo gringo quien escuchaba la radio, dada su acendrada afición por los programas de chimentos y la novela rosa latinoamericana.

La propagación de la revolución era la excusa perfecta, por lo que Prasky insitió a Ana para que incluyese su nombre cuanto menos una vez entre las firmas de apoyo a la revuelta o en el cuerpo de la proclama. Atento al colmillo del gremio en que trabajaba, eligió el ubicuo y descomprometido cargo de “observador nacional” para no quedar adherido al proyecto revolucionario del Comandante Porchetito Marx. Lopes le hubiera dicho que su asociación con tal plan era lo de menos pero él prefirió curarse en salud. Igual, sopesó el riesgo. El deshonor se pierde en el éter —supuso que razonaría el bibliotecario—; nada más se mantiene libre en el papel. La frase le gustó tanto que se la dijo a Ana para incluirla en la proclama.

SIGUIENTE ›› McDONALD’S NO PIENSA LO MISMO

ANTERIOR ‹‹ TITULO, BAJADA Y FOTO

 
© Diego Fonseca Licencia Creative Commons ::: © 2008 - [ village ] diseño de doxs | templates