miércoles, 10 de diciembre de 2008

El rey caído y su alpargata de tela

LA REVOLUTA – EPISODIO 27

Porchetto salió como un rayo a la puerta de la casa de Lopes en el mismo instante en que el motor de la camioneta bramaba en la calle. Ese sonido estaba fuera de toda expectativa. Algo malo ocurría. Otra vez. Primero el enviado que no era enviado, luego la rebelión de las viejas. Ahora un motor rugiendo en el silencio espeso. Estación Alicia parecía revolverse contra una revolución que jamás comenzaba.

Distinguió a los gorilas armados en la caja de la F100 y la visión bastó para confirmar sus peores temores. Corrió los pocos metros que lo separaban de La Espiga Roja Revolucionaria. Carlitos y los demás peones todavía tenían las manos en alto cuando el Comandante Marx entró.

¡Se lo llevaron, Porchetito! —gritó Trotsky— ¡Se lo llevaron!

¡¿Cómo que se lo llevaron?! ¡¿A Giusti se lo llevaron?!

Porchetto vio la puerta del cuartito abierta y entró desesperado. Revisó inútilmente cada rincón.

¡La puta que lo parió!

Salió al saloncito de ventas en el mismo momento en que entraban Prasky, Ana y Braulio. Unos segundos después también lo hacían las dos señoras que regresaban por el pan prometido.

¡La puta que lo parió! ¡La puta madre que lo parió!

Porchetito Marx pateó el mostrador y no hubo que ser adivino para saber el resultado de la acción. La alpargata de tela no fue resistencia para absorber el impacto contra la madera y los dedos acabaron retraídos del mismo modo que una lonja de jamón lo hace sobre una plancha caliente. Los insultos del Comandante por la impericia que había costado a la revolución su primer preso político se dirigían un segundo después al dedo gordo que se inflaba como globo. Se tiró al piso tomándose el pie. Braulio, que sabía lo que era el dolor de una hinchazón, se acercó a quitarle el calzado.

Prasky y la maestra seguían la escena divertidos; las viejitas contemplaban asombradas junto al mostrador.

El pan, Carlitos... ¿está? —preguntó una—. ¿Hicieron flautitas, no? Porque por eso se debe haber molestado Don Giusti, mire que le gustan... Y él tiene un carácter cuando quiere. ¿Fue por eso que se enojó, m’hijo?

Carlitos Trostky afirmó que el pan estaba listo y se dio vuelta a buscar el pedido cuando un nuevo grito, una imperativa palabra, congeló su acción.

¡¡¡Comandante!!! —aulló Marx, enardecido, desde el piso.

Carlitos Trotsky se paralizó con las flautas en la mano en el momento en que iba a dejarlas caer en la bolsa tejida de la señora. Porchetito le había dicho Comandante. ¿No era que sería Carlitos y sólo Comandante en privado? ¿No era qué...?

¡¿Qué mierda hace, carajo?!

El panadero se puso de pie dejando a Braulio hincado en el piso y fue saltando hasta el mostrador. Tomó las flautas y las sacudió, indignado, frente al rostro del Comandante Trotsky.

Piense, pelotudo, piense... ¡¡¿Qué mierda hace vendiendo pan mientras se nos van las cosas a la mierda?!!

La doña las pidió, y yo...

Sí, y rápido que todavía están calientitas, hijo.

La señora agitó la bolsa delante de Porchetto, que se quedó mirándola. No podía digerir la escena. ¿Por qué esa mujer no entendía? ¿Cómo podría no comprender la naturaleza del momento? ¿Por qué nadie entendía? Su revolución, un instante histórico que cambiaría el destino común, era superada por el deseo de flautas calientes de una anciana de ochenta años. ¿Por qué nadie entiende a un vanguardista?

Porchetto pareció darse por vencido. No tenía sentido discutir con quien no comprende el motivo de la discusión. Era como hablar de colores con un ciego de nacimiento, así que sin decir palabra metió el pan en la bolsa de la mujer, pidió a Carlitos que atienda a la otra señora, anote todo en las libretas y venda el resto de la horneada. Pronto La Espiga Roja estaría repleta de ancianas ansiosas de bollos y facturas. Cotorras en parloteo agitado. Era lo que menos deseaba ver Marx, que ya había tenido bastante por el día. No quería despedir la jornada como el Lunes Negro de la Revolución de Las Flautitas.

El Comandante pasó cojeando al cuarto y se derrumbó en la silla en la que minutos antes había estado amarrado Giusti. Braulio lo siguió reclamándole que le dejara revisar el dedo; detrás, siempre divertidos, Ana y Prasky. Guardaron silencio mientras el peón masajeaba el dedo del jefe. Unos minutos después, apoyado en la pared, el periodista abrió el fuego.

¿Ya está bien?

El dedo me sigue doliendo como la puta madre.

El Comandante era otra vez Porchetito. Respondió con una voz aflautada, de tenor, como un niño clamando ayuda indirectamente a mamá, ahogando el llanto en la garganta por mantener alguna compostura. Prasky notó que su pregunta estaba de más: al panadero no le dolía sólo el dedo.

Ya va a pasar —procuró calmarlo y Ana le dirigió una mirada de fuego cuando le adivinó la lástima burlona en la voz.

Braulio, que ya tenía su diagnóstico, fue el siguiente en hablar.

Lo tiene bastante jodido, che... Esto va a seguí hinchao un rato largo, ah, y acá nuay yelo pa’ bajale la inflamació.Pero no é nada, pior é que un zaino medio cimarrón te patee el culo como miá pasao a mí —abundó—. Eso cabaio son la cosa jodida que he visto, che. Si te descuidá...

Ana y Prasky notaron la bizarría del momento. A cada minuto, Prasky encajaba más la analogía del panadero y la alpargata de tela, inservible para la mayoría de los propósitos mundanos. Si antes era un Comandante derrotado por cinco viejas chillonas y luego por tres gorilas brutalmente analfabetos, ahora lo había disminuido un objeto inanimado. No había honor en nada de eso y menos en su soldado sobándole la pata, comparando su tragedia a nada, arrastrando su hombría al nivel que correspondía, el del niño reclamante. Sí, un mostrador no es gran cosa; un caballo te demuele. El panadero no podía con su propia levedad.

En realidad —se animó Prasky entonces—, creo que lo que va a pasar antes que su dolor es este lío, Comandante.

Porchetito era pura contrariedad.

No sé, déjeme pensar, carajo. No es momento para que las cosas se den así. ¿Quién iba a pensar...? ¡¿Cómo mierda llegaron estos acá?! ¡¿Dónde están los de la comisión?! ¡¡¡Carlitos!!!

El Comandante Trotsky entró raudo. Tenía el rostro cubierto de harina.

¿Qué pasó con los del bar?

No sé, no llegaron.

¡Claro que no llegaron, boludo! ¡Si a Giusti se lo llevaron los gordos!

No se puede confiar en nadie, Comandante...

Esta vez, Porchetto entendió la ironía de Prasky. Su rostro se encendió un instante y se le profundizó la mueca de la boca. Estaba intentando salir del lugar del niño adolorido y pasar a Porchetito, luego a Porchetto, a Porchetito Marx y de allí al Comandante Marx, líder supremo de la revolución de Estación Alicia. Todo eso tomó segundos invisibles para todos, menos para la necesidad de hombría del retornado Comandante.

No se pase de vivo, ¿quiere?... Braulio, deje eso... Comandante Trotsky, búsqueme a la comisión en el bar. Y llamen a los encargados de las armas. Los quiero a todos aquí. Ya mismo. Hay que hacer algo urgente. Este viejo no nos va a joder. Seguro que piensa volver con algunos peones bosteros de esos campos.

Epa, cuidao, tranquilo, che... Bosta tiran la vaca, y nosotro no somo mierda ‘e buey.

Braulio se había erguido herido en su orgullo simplón.

Disculpe, Braulio, tiene razón. Ustedes no son mierda, mierda son los que andan con el estafador de Giusti. Perdone otra vez.

¿Qué piensa hacer, Porchetto? —intervino Prasky.

Eso lo voy a ver en unos segundos. Distraído no me agarran.

Bueno, ya van dos y todavía no movió sus piezas, viejo.

Ana le hizo saber a Prasky con un golpe de ojos que volvía a desubicarse y el otro gesticuló haciéndose el desentendido. La maestra se dirigió entonces al panadero.

Porchetito, voy a ver si encuentro algo con qué bajar la inflamación. A lo mejor ayuda un poco de agua caliente con sal, una salmuerita casera. Déjeme ver qué tiene Lopes —propuso, y mirando a Prasky—. Vos, acompañame...

¿Otra vez yo acompañando? ¿Qué soy, el perro del pueblo?

Prasky salió tironeado de la manga por la maestrita. Una vez que abandonaron el cuarto, el Comandante Marx relajó el personaje y dejó salir nuevamente a Porchetito. El dolor se mezclaba con el calor y la humedad. Y todo con el fracaso. Comenzó a sentir que estaba preso de una circunstancia ingobernable.

Ay, Braulio, masajeame que me duele hasta el culo.

Plebeyo frente al rey caído, el peón se inclinó a los pies del panadero.

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