Playground de adultos malcriados
LA REVOLUTA – EPISODIO 32
Porchetito se esforzaba por mantener el talante. Siguió mirando de soslayo por la ventana de la panadería, inquieto por no percibir movimientos detrás de la camioneta y el Falcon policial. Nada más la multitud de vecinos, que ya superaba la centena, se recortaba contra el horizonte. Habían llevado sillas para estar más cómodos y se abanicaban para matar el calor. Burgueses de pueblo, masculló el Comandante Marx.
—Todo un espectáculo —dijo Prasky, que había descubierto hacia dónde veía Porchetito—. Me parece que ahora sí se jodió, che.
El panadero no respondió: seguía con la mirada fuera. Prasky insistió.
—¿Qué piensa hacer?
Ahora sí el Comandante Marx se volvió hacia él.
—¿Habla de rendirnos? —dijo, con enfado evidente.
A Prasky le daba igual
—Lo que sea.
Porchetito volvió a mirar fuera. Nada más se movía y los vecinos seguían en su sitio, como una pintura viva.
—No, no van a atacarnos —quiso convencerse, enfático—. Conseguiremos lo que queremos.
La frase sugirió a Prasky que el panadero consideraba la posibilidad de negociar su rendición. Se lo preguntó pero el Comandante Marx no lo escuchó o no quiso responder. Seguía pendiente del posible movimiento externo, desatento de su gente, que iba por la libre. Los peones, Braulio, los comandantes Trotsky y Lenin, repartidos por la salita de ventas de la panadería, eran ajenos a la conversación. Algunos mataban el tiempo picando jamón con pan todavía fresco. Otros jugaban a las cartas en silencio.
—¿Usted cree que puedo hacer eso? —dijo finalmente Porchetito, sin quitar la vista de la plaza. Había escuchado e intentaba transmitir la idea de un semblante sereno pero el periodista le leyó la derrota en los poros. Tanto esperar, pensó, para que nada resulte. Efímero suspiro sos, Porchetto. Una idea flotante, incorpórea, macilenta. La improvisación a la desesperada. No se vive de palabritas aéreas. Vos sos la metáfora de la izquierda argentina, papá. Un pobre tipo que cree que Alicia en el País de las Maravillas puede ser real.
—No sé, algo debiera pensar —aconsejó Prasky, echándose más contra la pared, como si la sostuviese—. Le queda como media hora antes de que quienes hagan algo sean ellos.
Marx expulsó el aire de los pulmones. Aun con poca luz sobre su rostro, Prasky adivinó que dependía de nada para que ese hombre se descompusiera en lágrimas.
—Están mejor armados y usted tiene dos revolvitos chotos —insistió—. Lo van a pasar por encima, Comandante.
—Oiga, ¡¿por qué mejor no se cruza y se va con ellos?! ¿Con quién está?
La reacción del panadero fue una explosión de sangre y paralizó a Prasky, que creía estar convenciéndolo de tomar la vía rápida. Pero era él quien quería salirse del problema y de ese pueblo en pausa; no comprendía aun que Porchetito no tenía otra cosa que hacer. O era el Comandante Marx de una revolución patética en un caserío de fantasmas o era el panadero de ese mismo pueblo de ánimas. Pero entonces lo único lastimoso sería él.
—Con nadie —repuso Prasky, tratando de llevar el río otra vez a su cauce—, pero si es por elegir lo prefiero a usted al miliquito y a Giusti. Usted es inofensivo, y no se ofenda, pero con aquellos nunca se sabe qué puede pasar. Además, Giusti se la tiene jurada y si hay lío le va a tirar los perros encima. Piense en eso.
Los ojos del Comandante seguían encendidos pero parecía haber atado el nervio.
—No crea que no lo sé —respondió con aplomo—. Pavos no somos. Esta gente —indicó con el pulgar hacia atrás, al grupo de peones—... Esta gente está jugada.
Prasky no cedió.
—Yo no estaría tan seguro.
Porchetto tampoco.
—Su duda es irrelevante —concluyó, y volvió a echar un ojo por la ventana rota. Todo seguía inmóvil y la noche finalmente se abalanzaba sobre Estación Alicia.
—Como quiera, pero no me parece razonable creer que con una charla consiga adhesión permanente. Con el primer tiro se le piran todos, Porchetto.
El panadero no iba a transigir. No con Prasky. Creía saber qué se traía.
—Confío en ellos —dijo sin mirarlo.
—Vamos, viejo —encaró el periodista—, ¿no ve que están ahí sin hacer un carajo? Con menos, cualquiera estaría pensando en darle una mano, hasta yo... Pero mire, ¿ve? Están entregados, y no del modo que usted cree, sino regalados. Puestos acá como podrían estar puestos jugando a esas mismas cartas o comiendo un asado en el campo. Les da lo mismo, Porchetto. Lo único que jugó a su favor es que convenció a Braulio por un rato y los peones le tienen fe ciega. Pero, ¿qué va a pasar cuando Braulio flaquee? Y no me diga que no lo pensó.
—Todas esas posibilidades no pasan por mi cabeza —el panadero era pura terquedad.
—No sea necio.
Prasky endureció un poco la respuesta pero siempre hablando con voz de confidente. Siguió:
—Si estos tipos empiezan a tirar cosas sobre la mesa a usted se le quiebra la tropa. Ya andan jodiendo con el aumento de sueldo, después les van a dar más días de farra o les van a construir una cuadra más cómoda. Cualquier cosa hace diferencia. Usted, en cambio, sólo los empujó a una payasada que no va, nunca fue, a ningún lado. Por más que odie a Giusti no puede andar ciego. Le van a hacer otra movida y lo van a joder, créame.
Porchetito Marx sintió el toque en la boca del estómago, pero amagó una molestia.
—Hable con propiedad: esto no es pavada. Al menos intente tener estatura para cuestionarme, carajo.
Prasky olió la sangre: lo tenía.
—Discuto a la estatura que el asunto merece —provocó—: lo suyo es un ejercicio de enanismo intelectual, un juego de adolescente tardío. No tiene ideas para solucionar esto, ¿verdad?
Porchetto no quería responder. Estaba en una encerrona.
—¡Entonces deme usted algo! —gritó.
Tocado. La reacción de Porchetto sorprendió a Prasky, que apenas meneó la cabeza. En realidad, esperaba que el panadero firmase la rendición verbalmente, levantar un pañuelo, conferenciar con la policía y Giusti y marcharse de allí ahora que habían más posibilidades de locomoción. No esto: no esa súplica descarada por ayuda. Se quedó jugando por unos instantes rompiendo migas de pan con las manos.
—Mire —dijo finalmente—, a esto se resume su plan: miguitas que se desarman entre los dedos.
Giró hacia Porchetto, que tenía la cabeza metida entre los hombros. El panadero era una sola pena. La escena tenía un tono trivial pero conmovía, pensó Prasky. Como si todo fuera una telenovela con un guión de chiflados. Palabras aéreas. El playground tomado por bolches malcriados.
Ay, Porchetito... Pobre diablo ensoñador, utopista de tambo.
Supo que se retractaría al final del camino, pero Prasky ahora arrojó la malicia al piso con la última miga de pan: se apiadó.
—Me voy a arrepentir de esto... —se dijo, en voz alta, y miró a Porchetito— Dígame, ¿en cuánto tiempo puede llegar alguno de los peones a la semillera?
El panadero se volvió todavía con la cabeza en otra parte. Procuraba ordenar los pensamientos, sumidos en un revoloteo interminable, como caranchos sobre un cadáver. ¿Qué quería decir con eso? Se decidió por lo habitual; presintió otro de engaño del porteño.
—Usted es un hijo de puta, ¿está haciendo esto para rajarse?... ¿Sigue pensando que lo voy a dejar ir con alguno de ellos? Está loco.
Prasky tiró de paciencia.
—El loco es usted, llegado el caso; yo puedo ser boludo a lo sumo. No, olvídese de mí. La verdad es que le voy a dar una mano, en serio. ¿No era eso lo que quería?... Ahora, estaría bien que yo fuera a la semillera porque sé qué hay que buscar, pero, despreocúpese, no va a pasar... Vamos, de nuevo: ¿cuánto tarda un grupo de tipos en llegar a Monsanto?
El Comandante Porchetito Marx dudó. Seguía sin confiar pero, igualmente, carecía de otras nociones. No sabía qué más hacer para revertir el destino trágico de su proyecto; no perdía nada con escuchar.
—Como tres o cuatro horas —calculó—. Quizá menos, dependiendo de por dónde vayan. Braulio es el que mejor conoce el camino.
Prasky se entusiasmó. Se acercó algo más a Porchetto. El otro, vulnerable, se retiró hacia atrás. Todavía no estaba muy seguro de querer seguir escuchando.
—Ok, primero necesitamos ganarles ese tiempo a ellos —dijo Prasky, y se pasó la lengua por los labios, saboreando cada palabra—. Dígales que piensa considerar la oferta de Giusti pero que necesita más tiempo, como hasta la noche bien noche. Mientras, mande a Braulio con un grupo a la semillera.
Porchetto no entendía el sentido de esa comisión.
—¿A manifestar?
—No sea payaso, van a buscar unas peceras de vidrio con muestras de soja —reveló Prasky.
El Comandante permanecía nublado.
—¿Qué quiere hacer con eso?
—Ganar más tiempo todavía y, a lo mejor, meterles un poco de miedo después. Quizá así les saca más cosas cuando negocie —arriesgó—. Ojo, no estoy seguro de que funcione; Giusti debe saber del tema y si se aviva se jode todo otra vez y se queda sin margen para arreglar.
Porchetto se había quedado a mitad de camino. Mejor dejaba las cosas claras.
—Pero yo no quiero negociar, Prasky: yo quiero hacer la revolución.
Prasky hubiera deseado no escuchar eso. En una imagen instantánea, Porchetto se le presentó vestido con pantalones cortos y guardapolvos blanco, cargando un portafolios con libros viejos. Sonreía y tenía el pelo mojado peinado hacia atrás.
—Por mí haga lo que quiera, revolución o capitalismo cubano —se enfadó: ¿cómo era posible que insistiera en esa alucinación, ese pataleo quimérico?—. Me da igual. Mientras tanto, gane tiempo. Si quiere que lo muelan a balazos, es su vida. Lo único que le pido es que avise así tengo tiempo de saltar la tapia a la casa de Lopes...
Porchetto se enfurruñó.
—Al final usted es un cagador y un maricón. No sé qué hago escuchándolo.
El otro tampoco dio el brazo a torcer. No conseguían avanzar entre reproches mutuos.
—Me escucha porque se le quemaron las naves, Comandante. Esta pelea no es mía. Usted la inventó y yo ni siquiera soy quien pensaba que era.
—Eso es cierto, sí... —bajó la cerviz el panadero, y Prasky procuró recuperar el control.
—Entonces no se haga ilusiones conmigo —sentenció—. Hay lo que hay, viejo. Firme la paz y no joda. Ahora —repuso, yendo definitivamente al punto—, cuando traigan las peceras, lo importante es asustarlos otro poco. Los de afuera deben creer que tiene más que lo que suponen o le van a romper el culo a patadas, Porchetto —dijo Prasky, mirando fijamente a los ojos del panadero—. ¿Tiene una linterna?
¿Una linterna?
—No.
—Pida una —se movilizó Prasky, mientras alisaba harina en el piso hasta crear un pequeño tablero—. Con pilas nuevas.
—¿Para...?
—Después le digo —interrumpió el periodista, tomando definitivamente el control—. Ahora mándeme un grupo para que les diga qué tienen que traer de Monsanto.
Porchetto dudó pero al fin chistó a Braulio, que en menos de un minuto llegó con dos peones de confianza. Prasky les explicó su plan y el trío se encaminó al cuartito sin demora. Iban a abandonar la Espiga Roja Revolucionaria por los fondos. Tal como supuso el periodista, los policias no eran muy profesionales —o eran pocos— y no habían dispuesto ninguna guardia detrás. Prasky vió a los peones saltar la barda hacia al patio de Lopes y perderse en el campo. Nada sacaba a Porchetto del hundimiento que llevaba adherido al rostro y le hundía los ojos en sus cavidades. Él, en cambio, sentía cierto entusiasmo, una suerte de culebrilla en la espalda y el estómago, de las que surgen cuando la expectativa equivale a diversión en suspenso.
Un segundo después, Prasky se preguntó qué carajos había pasado por su cabeza.
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